Debe serlo. Es una de nuestras marcas mundiales. Tiene razón mi compañero Cristobo Ramírez cuando lo dice. Los fans del Camino de Santiago, la ruta de las estrellas hasta Compostela, no paran de crecer y multiplicarse. En todo el planeta. En Corea del Sur. En Estados Unidos. Es una auténtica Babel. Se hablan todas las lenguas. Y, por desgracia, ocasionalmente, también se habla el idioma de la violencia, del robo. En el libro V del Códice Calixtino, la llamada guía del peregrino, ya se hablaba de los peligros para los caminantes. Y de los cuidados y precauciones que había que tener. Y era el siglo XII. El trayecto está plagado de manos amigas, de albergues. Está señalizado. Pero vivimos en el siglo XXI y el ser humano no ha cambiado. Cuando algo se pone de moda, acuden en seguida también los que saben que a esa moda se le puede forzar el provecho. Crímenes los hay en las ciudades y en una ruta como esta. Las autoridades tienen que trabajar para evitarlo. Estamos ante una peregrinación milenaria que está más viva que nunca. Que es un tajo de luz. Los que han hecho el Camino dicen siempre que es una experiencia única. De esas cosas que haces al límite y que marcan un antes y un después en una vida. El trayecto más conocido, desde San Jean Pied de Port, en Francia, a Santiago, son más de 700 kilómetros. A pie, en etapas de veintitantos kilómetros, un mes de caminata. Un maratón para el cuerpo y la mente que tiene que despertar a la maravilla, no al miedo. Y, encima, esa meta de piedra de la Catedral. El Camino debe dejar ya la crónica de sucesos y volver a sonreír como lo hace el profeta Daniel en el Pórtico al recibir a los peregrinos fascinados.