¿Cuánto nos cuesta un refugiado?

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

15 sep 2015 . Actualizado a las 14:26 h.

Reconozco mi especial sensibilidad en este asunto. Por mi origen: soy nieto e hijo de emigrantes. Por fidelidad a las raíces: pertenezco a un país que, estrujado en el torno de la miseria, se desparramó por el mundo. Y por el dictado de la razón egoísta: el inmigrante aporta al país de acogida más de lo que recibe. No hago distinción entre la marea de refugiados que huyen de la guerra, como los sirios que se arraciman en las costas griegas o los campos húngaros, y la marabunta de africanos que intentan saltar las concertinas de Europa. Todos son fugitivos. Unos escapan de la muerte y otros del hambre. Lo intentan, cuando menos.

Como a todo bien nacido, me conmueve el drama y los iconos de la tragedia, como la imagen del cadáver de un niño abandonado en una playa turca. Y me asquean las muestras más obscenas de racismo y xenofobia, como la protagonizada por esa seudoperiodista húngara -cámara en ristre y mascarilla en el morro para evitar el contagio- que patea y zancadillea a los leprosos que se cruzan en su camino. O esa frase pornográfica escupida por un ultraderechista polaco en el Parlamento Europeo: «Son basura humana que no quieren trabajar». Mira quién habla.

Cubierto el desahogo, reservo mi indignación para los gobernantes europeos que regatean, como en un mercadillo de ocasión, el cupo de refugiados que corresponde a cada país. Todos expresan su solidaridad de boquilla, pero todos -exceptuemos a Alemania, esta vez la más sensata- reclaman la cuota más reducida. Consideran el gesto una carga para sus maltrechas economías. El propio Jean-Claude Juncker, abanderado de este «asunto de justicia histórica», marca límites a la solidaridad: «Europa no puede dar cobijo a toda la miseria del mundo».

Lo que me sorprende no es la administración de la solidaridad a cuentagotas, sino la estrechez de miras de tan cualificados hombres de negocios. La inmigración, sea de origen económico o político, comporta más beneficios que costes. El inmigrante consume e incentiva la inversión, impulsa el crecimiento económico y mejora la renta por habitante en el país de acogida. Aporta más en impuestos de lo que recibe en prestaciones sociales. El Gobierno español estimaba que, durante el primer lustro de este siglo, la mitad del crecimiento del PIB se debía a la contribución de los inmigrantes. Y eso son palabras mayores. Ya lo explicaba Jordi Pujol, cuando todavía lo considerábamos honorable: el inmigrante es ese camarero que sirve café al jubilado, al mismo tiempo que ayuda a pagarle la pensión.

Estas cosas deberíamos saberlas los gallegos, pueblo envejecido que camina hacia la extinción, sin necesidad de leer a Jagdish Bhagwati: nuestros abuelos y nuestros padres aportaron más a las economías americanas o centroeuropeas de lo que recibieron a cambio. Y deberían saberlas los gobernantes europeos para que, si en su caso la solidaridad no los motiva en exceso, atiendan al menos las razones del interés.