Para qué una reforma de la Constitución

OPINIÓN

31 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

E n este verano el ministro de Justicia adelantó la actitud favorable del Gobierno a una reforma de la Constitución, confirmada después por Rajoy y relegada al menos por otro portavoz en el sentido de que no se incluirá en el programa electoral del PP. El cambio, realizado en muy breve lapso de tiempo, tiene inevitablemente el aroma de un cálculo sobre la incidencia en los posibles y deseados votos de los ciudadanos. Con la apertura a una reforma se rompía la imagen de inmovilista que se ha venido achacando al Gobierno y al partido que lo sostiene. La rectificación respondería a la convicción de que las cuestiones que preocupan de modo prioritario a los ciudadanos no se resuelven con una reforma constitucional por más que legalmente sea posible y teóricamente defendible. La cuestión no es lo que puede reformarse desde un punto de vista meramente académico, que no es poco; sino para qué se quiere ese perfeccionamiento técnico y qué consecuencias positivas lleva consigo que no puedan conseguirse de otra manera.

Por lo que se refiere al título VIII de la Constitución sobre organización territorial del Estado, ¿de qué reforma se trata: de lo que figura en la Constitución o del actual café para todos con sus 17 Parlamentos? Si se acepta esta realidad, quizá no valga la pena una reforma que pretenda reflejarla, para legalizarla después de tantos años. En eso consistía el informe del Consejo de Estado en respuesta a una pregunta en apariencia inocente del Gobierno de Zapatero. No tocar en este punto la Constitución es reconocer su reforma.

La propuesta del PSOE de un Estado federal, que fue rechazada en el proceso constituyente en aras del consenso, pretende encontrar una solución a la cuestión catalana. No parece que vaya a ser aceptada por los nacionalistas. Para ese viaje inútil no se necesita alforja alguna. El inconstitucional café para todos, amparado por amplia doctrina científica que lo intentó, diluyendo el problema puntual en esa generalización, tampoco lo ha conseguido. Erigiendo a todas las comunidades autónomas en Estados de una federación se cometería el mismo error en una huida adelante.

La abortada apertura del PP a la reforma de la Constitución se limitaba a clarificar la distribución de competencias entre Estado y comunidades autónomas para situar en tres artículos las listas que ahora constan en dos susceptibles de interpretación. Algo en lo que existe un amplio acuerdo doctrinal y es de fácil cumplimiento teórico. La dificultad es de naturaleza política: cuáles serán exclusivas del Estado, de las comunidades autónomas y compartidas, después de haber transferido inconstitucionalmente competencias -y no facultades- estatales a las comunidades autónomas. Las resistencias son previsibles y la negociación ardua. Antes, podría ser útil que el Gobierno pidiese informe al Consejo de Estado o instar al Tribunal Constitucional, con reforma de su ley, la calificación de todas las competencias.