La apertura el pasado viernes de la embajada yanqui en La Habana parece que significa el principio del fin de la larga y peculiar dictadura de los hermanos Castro. Algo de culpa habremos tenido los gallegos, ya que uno de nosotros, un vecino de Láncara, en Lugo, participó la guerra de Cuba, con el desastre del 98, y regresó al poco para quedarse, montar un ingenio y fundar una familia. Al mayor de sus hijos lo puso a jugar al baloncesto y le dio una carrera. Y lo hizo revolucionario.
El pequeño, que lo admiraba, se fue con él al infierno. Se trata claro está, de Fidel y Raúl Castro Ruz. Tras el golpe de estado de Batista, ya en 1953, los Castro participan en el asalto al cuartel Moncada, donde mueren setenta hombres. Seis años después desembarcan en una motora llamada Gramma y son perseguidos y acorralados en Sierra Maestra, donde los encontraría el fotógrafo Enrique Meneses, y de donde bajarían para tomar el poder.
La revolución de los Castro tuvo la mala suerte de caer en un momento de grandes tensiones políticas, en que los dos bloques (me refiero a USA y URSS, no al BNG) sobredimensionaron lo que era una maravillosa aventura idealista y pasó a ser una gran reyerta entre barbudos y el anillo de Tolkien. Cuba desde entonces estuvo ocupada por ambos contendientes, el uno en Guantánamo y el otro en la Economía.
Yo no quiero para otros más que lo que quiero para mí. Por eso no deseo solo salud y educación, sin libertad. Pero la libertad la quiero para vivir mejor, no peor. A ver qué pasa.