Lo más indignante de Grecia

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

07 jul 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo más indignante de Grecia no es Grecia. Es que la Unión Europea, con toda su cantidad de cerebros instalados en el poder, es incapaz de arreglar la situación. Ese pequeño país lleva muchos años instalado en la agonía económica. Fue el paraíso de la banca continental, que encontró allí un lugar cómodo para ofrecer hipotecas a mansalva, hasta que llegó la crisis y los griegos descubrieron que vivían por encima de sus posibilidades, como se dijo de España. Una población envejecida empezó a vivir de las ubres del Estado con un generoso sistema de pensiones. Los impuestos eran un fenómeno desconocido y ni siquiera existe algo que se pueda considerar un catastro normal. A pesar de todo, a Grecia se le permitió todo, desde la entrada en el euro al disfrute de los beneficios de todos los socios.

Después, Grecia empezó a dar señales de insolvencia. Se tuvo que hacer un rescate y un segundo rescate, sin cumplir los requisitos exigidos a los países rescatados. Grecia no supone más que el 2 % de todo el PIB de la Unión. Sin embargo, ni las instituciones de Bruselas, ni el FMI, ni el Eurogrupo, ni el Banco Central Europeo consiguieron prever lo que tenía que llegar ni encontrar una solución al desastre producido. Y algo peor: después de haberle prestado a Grecia decenas de miles de millones de euros con diez y veinte años de carencia y en algunos casos sin pagar siquiera los bajísimos intereses, Europa y sus instituciones son para los griegos un chupasangre, como decía uno de los carteles que reclamaba el no en el referendo. Y algo políticamente relevante: se dio alas a la creación de un partido populista que sirve de guía a todos los populismos de la Europa del Sur.

¿Se puede gestionar peor, con menos autoridad y con menos eficacia dialéctica una crisis? Seguramente no. Ahora los griegos viven con ingenua emoción el resultado del referendo, creyendo que eso legitima a Tsipras para imponer sus condiciones. Se han encomendado a un Gobierno que tenía un ministro de Finanzas incompatible para negociar, porque llamó asesinos y terroristas a sus interlocutores. Y se dejaron seducir por un jefe de ese Gobierno que les presentó la consulta literalmente como «un mandato para la busca del entendimiento», cuando fue todo lo contrario y ahora está obligado a rectificar si no quiere la ruina de su país.

Ese es el panorama de la Grecia que se puede ahogar en un mar de demagogias y falsas esperanzas. Esperemos que al señor Tsipras, inteligente y hábil, pero dudosamente realista, le haya entrado la cordura que suele despertar la visión del abismo y presente hoy o mañana un plan por lo menos coherente y no una provocación. De momento solo ha creado un páramo de desconfianza.