La deriva del Fondo Monetario Internacional no hay cristiano que la entienda. Antes, al menos, sabíamos a qué atenernos: la institución custodiaba el orden financiero internacional a golpe de látigo. Ahora se mueve a bandazos. Sigue manejando la fusta y aplicando el mismo catecismo neoliberal, pero, entre azote y azote, su plantel de economistas, comandado por Olivier Blanchard, intercala críticas demoledoras a ese método y a ese catecismo. Mantiene el potro de tortura, pero ha perdido el discurso y la coherencia.
Al comienzo de la crisis, el FMI apoyó decididamente los estímulos fiscales para minimizar la hecatombe. Eran los tiempos de Dominique Strauss-Kahn, un cerebro bien amueblado que se escurrió por la bragueta. Después, asustado por la escalada de los déficits y la deuda pública, el fondo regresó a la ortodoxia y recetó el aceite de ricino de la austeridad y la devaluación interna. Menos Estado, más privatizaciones, menos salarios, más impuestos. Tras utilizar la picana eléctrica y demás instrumentos de tortura -los «sacrificios necesarios», que diría Rajoy-, vino la autocrítica y la rectificación: el FMI había minusvalorado el multiplicador keynesiano. Traducido a lengua romance: los recortes infligieron a la economía un castigo mayor de lo previsto. El remedio había sido, en muchos pacientes, más nocivo que la enfermedad. Se imponía, por tanto, un cambio de medicación.
La rectificación, en todo caso, solo fue de boquilla. Basta observar la dureza con que Christine Lagarde se emplea en la negociación con Grecia, un país devastado por las contraindicaciones del prospecto: la intransigencia del FMI supera a la de Alemania o los demás socios del euro. Y basta con releer la última receta dispensada a España para comprobar la vigencia de la antigua terapia: subida del IVA, rebajas -copagos- en sanidad y educación, abaratamiento del despido... ¿En qué quedamos? ¿Cañones o mantequilla? ¿Promovieron los recortes el crecimiento o lo postergaron? Aclárense.
Después de tantas idas y venidas, el FMI nos ofrece su último descubrimiento: el incremento de las desigualdades frena el crecimiento. O dicho en positivo: un reparto más equitativo de las rentas impulsa el consumo y la actividad productiva. Si disminuye la participación de los pobres y la clase media en los ingresos, los «motores clave» del crecimiento se gripan. Esto dicen quienes, con la excavadora de sus políticas, agrandan la brecha social. Seguro que piensan en España, el país de Europa donde más creció la desigualdad, pero no nos citan, porque son bien educados estos señores.
Tampoco se haga el lector excesivas ilusiones. No espere, después del reconocimiento teórico de su necesidad, medidas eficaces para reducir la brecha social (y acelerar la recuperación). Muy pronto el FMI arrumbará esa tesis y propondrá la contraria: la desigualdad es el peaje del crecimiento. Ya lo barruntaba Rajoy allá por el lejano 1983: «La desigualdad natural del hombre viene escrita en el código genético». Pues eso.