El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos. Pero estos días preelectorales, a cuatro del inicio de campaña, el tiempo pasa y nos vamos prometiendo y prometiendo. Es la promesa el diagnóstico contemporáneo, todavía, de Galicia. Pero no la promesa general, la de reducir el paro en cientos de miles de individuos o incrementar salarios o mejorar sanidades y educaciones, no, la promesa antes de unas elecciones municipales es particular y personal e intransferible. Hubo un tiempo, y los de Ourense lo sabemos mejor que nadie, en que la gran promesa residía en la farola o el asfaltado de la corredoira hasta la misma boca de tu casa. No faltó tampoco el colocaré a tus hijos, primos y demás familia. Y, ni mucho menos, la recalificación del terreno que estaba de «poula» y de la noche a la mañana se convertiría en solar urbano. Hubo de todo. Y me gustaría afirmar que ya no lo hay. Pero me equivocaría. Las elecciones municipales son el escenario perfecto para reconocer la sabiduría de Lampedusa, ya saben, es preciso que algo cambie para que todo siga igual. Seguimos habitando un territorio donde se valora más lo particular que lo colectivo, lo caciquil que lo democrático. Confundimos el amiguismo con la amistad. Nos nubla el egoísmo más que el altruísmo y la generosidad. Y no piensen que somos diferentes del resto. Los gallegos, como los otros, vivimos en estado permanente de promisión. Y punto.