Malditos

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

18 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

La agonía del carnaval nunca supone el fin de las máscaras. Hay disfraces que se quedan todo el año pegados a la piel. Es tan inevitable como humano. Algunos individuos interpretan papeles inofensivos, más o menos cargantes, incluso con un punto de gracia o de sal. Pero, en un pasillo a media luz de esta galería de personajes hechos a medida, esperan los presuntos malditos. Los que se pintan sus propias cicatrices. Los que le ven futuro a eso de estar marcados por su pasado.

Esos supuestos creadores atormentados que presumen de bailar con todas las malas sombras y de haberse bebido su propio hígado en vaso de tubo, que cuentan las muescas que su codo ha dejado en las barras de bares de mala reputación. Esos que centran en la primera persona cualquier tipo de catástrofe ajena. «Yo estuve allí, me salpicó la sangre». Cultivando esa pose que les da derecho a ser intratables. Porque lo valen. Porque nadie se imagina lo que han vivido. Y es cierto.

No lo sabe el anciano discreto que vio la muerte volar y caer sobre el frente del Ebro. Ni la madre que tuvo que inventarse el pan mojado con sal para que comieran sus hijos. Ni el que ve pasar cada día el dolor y la muerte por los pasillos del hospital. Ni el que sabe a ciencia cierta que el único lobo de mar es el propio mar. Ni el emigrante que casi nunca volvía. Ni el emigrante que nunca volvió. Estos, en cambio, se enfrentan a gigantes y dicen que son molinos.

Después del carnaval, los malditos seguirán impartiendo cátedra desde su doctorado. Quizás su mayor agobio reciente haya sido el retraso inesperado del penúltimo de sus camellos. Apóstoles de la resaca perpetua. Nostálgicos solo de sí mismos.