Jesse Owens

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

08 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Ser nazi es sin duda la forma más abyecta que puede adoptar un ser humano en su descenso por la escala de la evolución zoológica (una especie de darwinismo inverso, que se da de tiempo en tiempo en el Homo sapiens). Escribo nazi, a secas, porque no creo que haya nada de neo en los llamados neonazis. Son los mismos nazis de siempre, ataviados con otros correajes, y tal vez disimulando bajo máscaras diferentes su odio ancestral al otro, al diferente, al que se desvíe un milímetro de las craneometrías y tonos de piel que determinan, según sus delirantes y añejas teorías, la superioridad congénita del que ha nacido en unas coordenadas geográficas concretas.

Vuelven la xenofobia y ese milenario antisemitismo que en realidad nunca se ha ido, y que ahora se camufla bajo pañuelos y banderías de todo pelaje. Y, ya que la cosa se pone en plan revival, a mí me gusta recordar uno de los momentos más espléndidos de la historia.

Sucedió en agosto de 1936, en el Berlín nazi. Hitler había organizado unos Juegos Olímpicos en casa para exaltar la superioridad de la raza aria. Pero tuvo que ver cómo un joven negro de Oakville (Alabama) llamado Jesse Owens lograba una medalla de oro en los 100 metros lisos, otra en los 200 y una tercera en la prueba de salto de longitud. En la tribuna reservada al canciller en el olímpico de Berlín, el Führer tragó saliva (y mucha quina) cuando el 9 de agosto Owens completó una hazaña que ya nadie igualaría hasta mucho tiempo después. Ese día, como miembro del equipo de relevos 4 x 100, Jesse Owens se colgó su cuarta medalla de oro. Era la primera vez que alguien sumaba cuatro oros en una misma olimpiada -habría que esperar hasta 1984, en Los Ángeles, para que otro afroamericano, Carl Lewis, repitiese la gesta- y el héroe no era exactamente ario. Hitler, furioso, abandonó el estadio para no estrechar su negra mano.

De vuelta a Estados Unidos y a su trabajo de botones en el Waldorf Astoria, Owens siguió sin poder sentarse en las filas delanteras del bus. Para eso habría que esperar a la epopeya de Rosa Parks, que el 1 de diciembre de 1955, en un autobús de Montgomery, Alabama, decidió que estaba demasiado cansada para ceder su asiento a un pasajero blanco como le ordenaban el conductor y las infames leyes de segregación racial.

Pero aquel día de agosto de 1936, en el estadio olímpico de Berlín donde ondeaban las esvásticas, un atleta negro de Oakville desbarató sobre la pista, sin aspavientos, la abominable patraña del nazismo.

Conviene no olvidarlo ahora que vuelven, precisamente en la olímpica Grecia, las antorchas fascistas de Amanecer Dorado.