En vez de decir que Grecia padece recortes a causa del estado deplorable de su economía, el Gobierno de Tsipras se empeña en hacernos creer que la economía griega está endeudada, maltrecha y deficitaria a causa de los recortes. A eso -convertir la causa en efecto y en efecto la causa- le llamaban los escolásticos «inversión de la causalidad». Y, puesto que ellos entendían que el principio de causalidad era la palanca esencial del progreso científico, tenían por cierto que cuando se hacía el camino al revés solo se encontraban errores y falta de entendimiento.
Pero los escolásticos no fueron los primeros enamorados de este modelo de razonar, ya que la tradición aristotélica había elevado ese camino -que en griego se dice método- a la cima del saber. Cuando leemos a Aristóteles, y nos sentimos abrumados por su impresionante capacidad para sistematizarlo todo, plantear con agudeza todos los problemas y dejar encarriladas todas las soluciones, enseguida nos damos cuenta de que todo su modelo se basa en cuatro cosas bastante sencillas -definiciones, distingos, causalidades y conclusiones- que ahora hacemos muy mal.
El problema de Grecia con la UE es exactamente ese, que, mientras Tsipras y Varufakis recorren Europa invirtiendo la causa, abroncando a sus acreedores y amenazando al núcleo del poder con un terremoto de grado 10 y epicentro en Atenas, que puede arrasar la UE y el euro, Merkel, Rajoy y Cameron le piden que no invierta la causa, que les explique a sus ciudadanos la verdad de los hechos, y que se avenga a ser rescatado -es decir, a recibir el dinero que le hace falta- pactando con lealtad ciertas reglas, sin morder la mano que le ayuda, y sin pasarle al vecino -como dijo Schäuble- la factura de sus demagogias.
El chantaje moral que hace Tsipras se basa en el arriesgado cálculo de que a los grandes de Europa les sale más barato pagar la factura griega, y mantener su desorden económico, que sufrir otra crisis en el sistema político y en la estabilidad del euro. Pero se equivoca. Porque la Europa de hoy no defiende su dinero, sino sus reglas y principios, y, aunque es evidente que puede pagar -y pagará- la deuda griega, no puede permitir ningún exceso ni chulería del último de la clase, ni dejar que los alumnos menos aplicados se lleven de calle a las chicas del instituto. Por eso creo que si Tsipras consultase con Aristóteles -el de las definiciones, los distingos y el principio de causalidad- no se atrevería a tensar la cuerda de la cítara hasta romperla. Porque ni Pericles -diría el sabio- puede salir de esta sin ayuda. Y porque, amigo de observar la realidad como fuente de verdad verdadera, aplicaría al caso la misma filosofía que yo aprendí en Forcarei: que cuando un conflicto se envenena, «o can grande mexa polo pequeno». Y contra eso no hay pedigrí que valga.