El año en que murió Adolfo Suárez

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

28 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Las caprichosas casualidades de la historia son, con frecuencia, sorprendentes. En el año que ya acaba, al tiempo que despedíamos a Adolfo Suárez en olor de multitud, como uno de los políticos españoles más importantes de todo el siglo XX, ha ido extendiéndose la idea de que el edificio que él contribuyó decisivamente a construir -la España democrática, nacida del amplísimo consenso político y social plasmado en la Constitución de 1978- habría naufragado ya sin remisión, lo que haría necesaria una nueva transición.

Son tantas las imposturas en que se sostiene ese discurso, que bien estará comenzar por recordar que, ya antes, tras la infausta llegada de Zapatero a la Moncloa, se habló de una segunda transición, cuyo brillante resultado, hoy bien visible, no fue otro que dinamitar buena parte de los acuerdos transversales vigentes en España hasta que el de León quiso comenzar desde cero, con ese adanismo suicida que nos habría de llevar en gran medida a donde estamos. Así pues, prepárense, porque podría tocar tercera transición.

A mí, claro, no me asusta, pues conozco la fuerte inercia de la historia, esa que expresaba un día con su inimitable desparpajo Lola Flores. Ya España en libertad, un periodista le afeó haber cantado para la dictadura, a lo que la Flores contestó que ella había actuado para la dictadura y para la democracia, añadiendo luego, para cerrar la discusión: «Y cuando se acabe la democrasia cantaré pa lo que venga».

Ya veremos que vendrá si, finalmente, se abre con adanismo similar al del zapaterismo otra transición, que haría, por cierto, de la española, la más larga de la historia: una transición interminable. Pero, aunque solo sea por el prurito intelectual de que no se obligue comulgar con ruedas de molino a quienes tenemos el vicio de leer libros y viajar, quisiera dejar constancia de dos cosas.

Primera: que, comparado con los períodos precedentes de nuestra historia, el que se abrió en 1977-1978 es el mejor con mucha diferencia: el más democrático, libre, pacífico, estable e igualitario. Basta leer un poco para comprobarlo.

Segunda: que ninguno de nuestros graves problemas políticos actuales (la corrupción, la deficiente separación de poderes, la colonización partidista de las instituciones o la desafección hacia la política y los políticos) es, ni de lejos, privativo de España, sin que ninguna de las naciones avanzadas de Europa (salvo Italia y así le va) haya optado por poner el país patas arriba. Basta viajar un poco para comprobarlo.

Pese a ambas evidencias, es posible que tengamos al fin tercera transición si la mayoría optase por echarse en manos de quienes lo prometen todo a cambio de nada, convencidos como están de que basta querer solucionar los problemas para que estos, por arte de birlibirloque, se resuelvan.