Moncloa no paga a leales

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

24 sep 2014 . Actualizado a las 04:00 h.

Es curioso el destino de los ideólogos radicales en los sistemas democráticos. Jaleados por los suyos cuando las cosas marchan bien, si se tuercen, son los primeros en caer. Y es que mientras las personas dúctiles son capaces de girar sobre un ladrillo, las dogmáticas suelen acabar despatarradas en cuanto cambia el ritmo de la danza. Por ejemplo, Gallardón.

Joven promesa de la que muchos creyeron que sería el ala más abierta del PP, Gallardón, que no cuenta entre sus dones con el de la simpatía, resultó ser al fin un integrista en un tema tan trascendental como el de la legislación sobre el aborto. Y digo un integrista no porque elaborara desde el ministerio que ocupó hasta ayer a medida tarde un anteproyecto de ley orgánica de protección del concebido y los derechos de la embarazada que constituía, en algunas de sus previsiones, un verdadero disparate.

A nadie se le escapa que ese anteproyecto era del Gobierno, empezando, claro, por su presidente, debido a dos razones evidentes. En primer lugar, una formal: que el texto fue aprobado en una primera lectura por el Consejo de Ministros el pasado 20 de diciembre y debía ser adoptado por el Gobierno como suyo antes de llegar al Congreso de los Diputados para su ulterior tramitación; pero, además, y sobre todo, una razón política: que un asunto de la trascendencia social de la modificación de la legislación sobre el aborto es siempre, por definición, parte del proyecto de cualquier Ejecutivo.

Rajoy dijo ayer, tras anunciar su decisión de darle carpetazo al anteproyecto de Gallardón, que creía haber tomado «la decisión más sensata». Yo también lo creo, pero eso no obsta para señalar que Rajoy es al menos tan responsable del fiasco como su ya exministro de Justicia.

De hecho, Gallardón ha tenido que marcharse no tanto por haber cumplido lealmente el encargo de su presidente como por su empeño en defender contra viento y marea que su moral particular -ni que decir tiene, completamente respetable- debía ser elevada a moral pública. La decisión de interrumpir o no un embarazo en caso de una malformación del nasciturus es de una dificultad ética realmente extraordinaria, pero no parece razonable que, aceptado como principio el de que es posible en determinados supuestos poner fin a un embarazo no deseado, el legislador decida, en ese caso extremo, por los padres.

Todo este episodio, que acaba con el abandono de Gallardón de la política (hasta que decida regresar) y deja a Rajoy con dos palmos de narices, cargando sobre un ministro la que es su plena responsabilidad, ha sido, al fin, una desgracia triste e innecesaria que demuestra una verdad universal: que cuanto más relevante es una decisión más debe sopesarse el adoptarla. Ir a lo loco es la mejor manera de verse obligado a rectificar antes o después.