Botín no precisa indulgencias «post mortem»

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

11 sep 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Pergeñar una nota necrológica sobre el banquero por antonomasia que se ha ido constituye una difícil papeleta. Ardua tarea para quien, como es mi caso, trata de seguir la consigna que Bernard Kilgore, jefe de redacción del Wall Street Journal, transmitía a sus periodistas: «No escriban ustedes historias sobre banqueros, sino sobre los clientes de los bancos, que son muchísimos más». Máxima que, de ser obedecida a pies juntillas, me llevaría a dedicar este obituario al dueño de Frutas Mario, cántabro como Emilio Botín, que el pasado junio se quitó la vida: había hipotecado su casa con Liberbank para salvar el negocio y acabó perdiendo casa y negocio. O, para mantener el equilibrio y que nadie me tome por dinamitero, debería escribir sobre los miles de emprendedores que, gracias al crédito -esa especie que tanto escasea en nuestros días-, pudieron forjar riqueza y empleo.

Existe aún otra dificultad añadida para juzgar con ecuanimidad la figura de Emilio Botín. Somos gallegos y los gallegos creemos en el carácter purificador de la muerte. El canalla de la aldea se transforma en un santo varón en cuanto traspasa, con los pies por delante, la puerta del tanatorio. La muerte resetea la vida vivida, la tamiza como un buscador de oro y solo conserva las pepitas doradas. Casi podríamos decir, sin faltar al respeto, que no hay vivo bueno ni muerto malo.

Pero Emilio Botín, el hombre que situó un banco provinciano -el más pequeño de los históricos «siete grandes»- en la élite de las finanzas globales, no precisa esas indulgencias. Las disfrutó en vida. Los cuatro últimos gobiernos de la democracia, ya fuesen rosados o azules, comieron en su mano. Su poder, sin haberse presentado nunca a las elecciones, era indiscutible. Las grandes reformas acometidas, en especial la financiera, que puso la puntilla a las cajas, llevan su impronta en porcentajes nada desdeñables. A los partidos del establishment no les escatimó su sonrisa y una ayudita para ir tirando. A los gobernantes nunca les levantó la voz, al menos en público, y asentía, complacido, a sus ocurrencias. Si Zapatero hablaba de desaceleración económica, él compartía tan benigno diagnóstico: «La crisis es como la fiebre de los niños, que empieza fuerte y luego baja». Solo una calentura pasajera. Y si los clarines de Rajoy anunciaban la recuperación, él era el primero en hacerse eco entusiasta: «Nos está llegando dinero de todas partes».

A cambio de los servicios prestados, sus pecadillos contra el undécimo mandamiento -pagarás a Hacienda- le fueron perdonados y olvidados. Varias causas judiciales abiertas fueron archivadas, Zapatero indultó a su mano derecha y la amnistía de Montoro le permitió regularizar cuentas opacas en Suiza, previo pago de 200 millones de euros.

Con esos antecedentes, ensalzar su estatura como hombre de Estado o calificarlo de «gran embajador de la marca España», como hace el presidente del Gobierno, se me antoja elogio un pelín excesivo. Incluso reconociendo su gestión como banquero, su condición de figura irrepetible y la consideración que a los gallegos nos merecen los difuntos.