Más al norte

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

30 ago 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Sufro, padezco desde hace muchos años el síndrome cívico de Estocolmo.  Lo contraje en mi primer  viaje a Suecia, y desde entonces no hizo más que crecer. Admiro casi todo del comportamiento ciudadano de los países nórdicos.  Acaso la rudeza extrema de un clima que hurta la luz muchos meses al año, sería la pega que pondría a las naciones escandinavas. Pero como el mundo se ha vuelto del revés, resulta que estos días en Copenhague el tiempo climático me ha devuelto el verano después  de ese otoño suave que ha sido agosto en Galicia.  Sorprendentemente, las altas temperaturas y la explosión de una luz límpida y transparente, más primaveral que otoñal, ha sido la cálida e inesperada bienvenida de esta semana danesa que cierra mi galaico -inicialmente- periplo estival.

Y he vuelto a  constatar el profundo y casi obsesivo respeto por el medio ambiente, recordando que cada habitante de Dinamarca posee dos bicicletas, el tráfico en automóvil -en un país que no produce coches y penaliza su importación con un 180 por ciento de impuestos-, prima hegemónicamente a los transportes públicos con una eficaz política intermodal.  Contemplando una ejemplar regulación urbanística racional y sostenible, y, en última instancia dando al ciudadano todo aquello que demanda en materia de educación, sanidad, dependencia y pensiones.

Y de forma natural, manteniendo una política de empleo sin sobresaltos, cercana al trabajo para todos, y un altísimo nivel de satisfacción entre sus poco más de cinco millones de habitantes. Todo ello con una elevada fiscalidad que revierte en el bienestar directo de los daneses, solidariamente disciplinados, se sienten orgullosos de pertenecer a una comunidad que supo reinventarse a lo largo de los dos últimos siglos, con guerras de familia con sus vecinos suecos, sufriendo la ocupación nazi, y enviando desde Copenhague a casi cuatrocientos mil daneses pobres a descubrir el milagro americano en los primeros años del pasado siglo.

Tengo muy acusado el síndrome de Estocolmo.  Se incrementa cuando viajo más al norte y veo el desarrollo último de estas sociedades, su pulcritud democrática, su desarrollo armónico, el orden dispuesto para un crecimiento sin demasiados altibajos.

Veo desde mi habitación la estatua de Andersen que mira al Tívoli, el legendario parque de atracciones europeo, y pienso que los viejos  cuentos del maestro Andersen son la parábola necesaria de un país que también ha sido la patria de Kierkegaard.  La imaginación y el análisis de una realidad que quizás el ensayista no llegó a vaticinar.

En el centro de la ciudad hay una torre en el viejo edificio de la Bolsa, formada por las colas de cuatro dragones que se entrelazan desde su base. La metáfora escandinava se hizo realidad. Más al norte.