Con poco más de 50 años, el ingeniero Haidar al Abadi ha sido elegido Primer Ministro por la coalición chiíta que obtuvo la mayoría en las elecciones legislativas iraquíes del pasado mes de abril. Su nombramiento se produce tres meses y medio después porque el saliente Nuri al Maliki ha mantenido un pulso con la oposición política, su propio partido, sus aliados internacionales, es decir, EEUU e Irán e incluso con los líderes religiosos chiítas. La obstinación de al Maliki ha llevado a niveles épicos la lucha sectaria en un país donde la convivencia fue bastante buena durante décadas. No solo no fue capaz de llegar a un acuerdo con las minorías sunitas y kurda, que suponen un 40% de la población, sino que, al privar de empleo público a millones de sunitas de las provincias del oeste del país, provocó que los desencantados líderes tribales se aliaran con los terroristas del Estado Islámico de Iraq y Levante y, probablemente, con la resistencia del partido Baaz. Una alianza que ha conquistado un tercio del país y se acerca peligrosamente a Baghdad, que ha provocado una crisis humanitaria sin parangón y que amenaza con la instauración de un régimen al más puro estilo talibán en Siria e Iraq. Al Abadi tiene una ardua tarea por delante. No solo debe lograr el apoyo de todos los partidos para acabar con la parálisis política sino que debe motivar al Ejército. El fin del terrorismo sectario con una distribución más justa de la riqueza, la reconstrucción y la lucha contra la corrupción tendrán, desde luego, que esperar.