El nuevo rey intentó un difícil equilibrio entre el continuismo y el cambio, entre el reconocimiento a la herencia recibida y la invocación a un nuevo horizonte. Pero ocurre que cuando se intenta contentar a todos se acaba no satisfaciendo a nadie. Fue un discurso correcto, incluso acertado en todo lo esencial, pero le faltó la pasión con la que hay que comenzar siempre un viaje. Y los españoles, sobre todo esas nuevas generaciones a las que lanzó numerosos guiños con ánimo de convertirlas en cómplices de su reinado, necesitan una carga de entusiasmo de la que siguen huérfanos.
No obstante, Felipe VI demostró que conoce España e hizo un acertado diagnóstico de sus males. Empezando por la corrupción y el desprestigio de las instituciones, incluida la Corona, que como él mismo reconoció deberá ganarse el respeto de los ciudadanos con un ejercicio diario de integridad, honestidad y transparencia. Y no solo eso. También un esfuerzo de regeneración democrática para hacer que los ciudadanos y sus preocupaciones, y no los intereses de partido, sean el eje de la acción política. Empezando por las víctimas de la crisis, y en especial los jóvenes, sin los que no se puede construir futuro alguno y que, sin embargo, la sociedad amenaza con desheredar.
Se equivocan los nacionalistas al reclamar al rey alusiones a una plurinacionalidad que la Constitución no recoge. Pero sí es reseñable su firme defensa de la diversidad de España y de la especial protección que se debe a todas las lenguas, porque solo desde ese reconocimiento es posible la unidad.
El rey ha sabido escuchar. Ahora debe demostrar que sabe aplicarlo y que cumple lo que promete. Porque cuando se echa a andar es cuando vienen los resbalones. Y no es pequeño que su primera recepción fuera una reproducción del microcosmos habitual de la corte, tan alejado de esa sociedad real que lejos de la villa levanta cada día España. Porque ni estaban todos los que son ni todos los que estaban son.