Un poco harto sí que estoy, con perdón

OPINIÓN

26 abr 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Una cosa es que estemos en crisis, y otra que nos pasemos el día odiándonos ante el espejo. Una cosa es que estemos pasando ciertos apuros, y otra que nos hayamos convertido en el país de la miseria y las hilachas embadurnadas del Estado de bienestar. Una cosa es que nuestros servicios se presten con dificultad, y otra que ya no exista escuela pública, ni sanidad universal, ni servicios sociales esenciales. Y una cosa es que las infraestructuras tengan deficiencias, y otra que todo sea comparable a las lamentables carreteras, trenes y aeropuertos de hace tres décadas.

Una cosa es que estemos preocupados por la demografía del país, y otra que actuemos como si nos estuviésemos enterando ahora de que llevamos quinientos años emigrando, de que hace mucho que hemos entrado en el selecto club de los países que envejecen, o que confundamos una historia de desequilibrios territoriales seculares e insolidarios con el balance de una crisis de cinco años. Una cosa es que haya niños en riesgo de pobreza -situación definida sobre un PIB que en 1913 aún alcanzó los 30.068 dólares per cápita- y otra que nuestras calles estén llenas de mocosos con la barriga hinchada que, en vez de ir a la escuela y comer varias veces al día, juegan en las aguas fecales que discurren por la calle. Una cosa es que hayamos convertido a Europa y a Merkel en la punching bag de nuestras frustraciones colectivas, y otra que aún no nos hayamos enterado de que los desplazamientos por Europa, que es nuestro marco laboral y económico, ya no tienen los ribetes trágicos de antaño, ni son la plaga bíblica que mata a los primogénitos.

Una cosa es que en España hayamos tenido una Guerra Civil, de la que quedan algunos asuntos por resolver, y otra que nos sintamos acomplejados ante esa Europa vecina que está conmemorando el centenario de su primer genocidio multilateral, que en menos de 30 años exterminó de manera aberrante a varias generaciones, y que, dando a entender que todo aquello fue una lucha por la libertad y contra el infierno, aún está llena de monumentos a las masacres y de estatuas a los políticos y generales que las perpetraron. Una cosa es que estemos por la justicia universal, y otra que -en medio de la miseria y la corrupción que al parecer nos asolan- encabecemos la cruzada contra todos los países del mundo, tengamos procesados simultáneamente a chinos y americanos, y adelantemos por la derecha -de forma ineficiente- al Tribunal Penal Internacional.

Cada cual es muy libre de creer que vive en el paraíso o en las ciénagas malolientes de Senegal. Pero yo, si he de ser sincero, empiezo a estar harto del masoquismo colectivo. Y no me voy a apear de la convicción de que en los últimos 25 siglos hemos hecho bien algunas cosas. La Dama de Elche -por ejemplo-, el Quijote, y la catedral de Santiago.