Ernest Hemingway amaba Galicia. Lo atestigua un hermoso libro de Carlos Casares. En varias ocasiones, antes de que la llamarada de la guerra incivil incendiara los campos de España, Hemingway visitó esta tierra. Las truchas del Tambre, la ría de Vigo hirviente de atunes o los toros en la plaza coruñesa quedaron grabados en su retina. Y la catedral compostelana: «Creo que la quiero más y significa más para mí que ningún otro edificio en el mundo», escribió. El idilio se rompió en la posguerra. Exactamente el día en que el autor de El viejo y el mar descubrió, en una fotografía, al arzobispo de Santiago, monseñor Muñiz de Pablos, saludando al modo fascista. Con el brazo en alto y rodeado de generales. Delante, consumación del sacrilegio, de su -de nuestra- catedral.
Setenta y cinco años después, deseoso tal vez de conmemorar la victoria del nacionalcatolicismo a punta de bayoneta, el cardenal Rouco Varela alude a «los hechos y actitudes que causaron la Guerra Civil y que la pueden volver a causar». Así, en presente, como una amenaza del integrismo recalcitrante proferida ante los restos del hombre que encarnó la reconciliación entre vencedores y vencidos. Homilía negra como el pecado, bofetada a una Iglesia que el papa Francisco trata de remozar, uso infamante del púlpito durante un funeral de Estado.
Treinta y ocho años antes, en otras exequias históricas, un antecesor de Rouco al frente de la Conferencia Episcopal hablaba de esperanza. Con valentía, entre espadones y gerifaltes del régimen que lloraban al dictador, el cardenal Vicente Tarancón alzaba la voz ante el cadáver de Franco: «Debemos formular la promesa de borrar todo cuanto pueda separarnos y dividirnos». Y en esa dirección trabajó el clérigo, codo con codo con quienes, procedentes de las catacumbas de la clandestinidad o de las doradas poltronas del Movimiento, abrían puertas y ventanas a la democracia.
Monseñor Rouco, si quisiera honrar la memoria de Suárez, lo tenía fácil. Le bastaba con reivindicar la figura de Tarancón. Con reunir de nuevo, bajo el respetuoso murmullo de los responsos, dos vidas paralelas. Las mismas que, ya en aquellos tiempos de alumbramiento doloroso, ardían juntas en las hogueras de la Inquisición: «Tarancón, al paredón», le gritaban a uno; «Suárez, traidor, cantaste el Cara al Sol», acusaban al otro.
Pero no. A monseñor Rouco le repele la democracia. «La cara fea de Dios», lo definió la pluma envenenada de Antonio Gala. Su espejo no es Tarancón, sino Muñiz de Pablos. De ahí su guiño cómplice a la teoría de la conspiración, efectuado el día en que las víctimas del terror sellaban la unidad. O su alusión apocalíptica a la Guerra Civil. Su tremendismo no pasará, pero impide la reconciliación de Hemingway con Galicia.