Arengas y pasaportes

José Carlos Bermejo Barrera FIRMA INVITADA

OPINIÓN

19 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Las ideas políticas, muchas veces de origen religioso, se mezclan con los conceptos jurídicos, que permiten regular las relaciones entre las personas, sobre todo cuando se quiere saber de dónde emanan las leyes. Se utiliza para eso una noción cada vez más difusa: la de soberanía, de triste actualidad en los casos de Crimea y Cataluña, que no tienen nada que ver, pero entre las que ya se establecen paralelismos. La soberanía es una idea abstracta que intenta definir quién puede gobernar y crear las leyes. Todo gobierno nace del ejercicio de la soberanía y en función de ella se dictan leyes, llamándose fuentes de derecho a quienes tienen capacidad de hacerlo. En España son estas fuentes el Congreso, el Senado y el Gobierno, que actuarían teóricamente siempre en nombre de un pueblo que expresa su consentimiento a ser gobernado mediante el aritmético juego electoral, cuyos resultados debe aceptar porque juega en él.

La soberanía va unida a la nación. Nadie puede discutir que existen las naciones y que nacen y mueren con la historia, pero no hay nadie capaz de definirlas. Hasta la Segunda Guerra Mundial se consideraba que una nación soberana debía tener un Estado con un territorio propio, la capacidad de dictar exclusivamente leyes en él, de impartir justicia, administrar la economía cobrando impuestos y acuñando moneda, y creando un mercado nacional. Todo ello unido al monopolio del ejercicio de la violencia dentro del territorio, con su Ejército y Policía, y en las relaciones entre otros Estados, casi siempre violentas en la historia.

Esos Estados-nación soberanos basaban su existencia en otra abstracción: el pueblo uniforme, con su lengua y su cultura, pudiendo llamarse lenguas a aquellos dialectos que tienen ejércitos propios, pues las lenguas nacionales se enseñaron e impusieron gracias a los sistemas educativos estatales. Estos conceptos están en juego torticeramente en el debate sobre el referendo catalán y se están manejando con tensión militar en el caso de Crimea y Ucrania utilizando una retórica bélica, unida al más descarado cinismo, en el que la soberanía y los derechos de los pueblos se ventilan a los cuatro vientos.

Se defiende la integridad y soberanía de Ucrania, que siempre estuvo integrada en el Imperio ruso y luego en la URSS, dos sistemas políticos en los que no existían garantías jurídicas y en los que cientos de pueblos estaban comprimidos bajo una soberanía común. Que la península de Crimea, clave estratégica rusa, igual que todo el sistema de bases americanas dispersas por el mundo, fuese cedida a Ucrania dentro de un mismo Estado sería equivalente al traslado de una provincia entre dos autonomías españolas, entre las que, eso sí, nunca ha habido traslados masivos de población, como el que sufrieron los habitantes de esa península por parte de Stalin. Con la desintegración de la URSS, Crimea, mayoritariamente rusa, quedó en Ucrania, un Estado con población mixta y varias lenguas y ahora en quiebra. Apelar a soberanías nacionales y pueblos eternos, además de ridículo, es puro cinismo por parte de los Estados Unidos que invadieron Irak y Afganistán ilegalmente, que violan el espacio aéreo de Pakistán para ejecutar sin juicio a Bin Laden y baten récords de violaciones de este derecho en Guantánamo. Lo que aquí se juega son meros intereses militares y económicos y lo que menos importa son las personas.

Lo mismo ocurre en Cataluña y su fiesta nacional (1714-2014). Debería quedar claro que Felipe V, heredero del trono de los Austrias, castigó a los catalanes «por la rebelión que cometieron, faltando enteramente al juramento de fidelidad que me hicieron como su legítimo Rey y Señor» (Decreto de Nueva Planta, 3,3,1). Y es que él había heredado esos territorios porque así se adquirían en esa época, por herencia, conquista o tratado. Aragoneses, valencianos y mallorquines no reconocieron esa herencia sino la de otro heredero, el archiduque de Austria. Si retrotraemos la historia deberían pasar pues de la monarquía borbónica a la austrohúngara y si no, dejamos a la historia en paz, pues por ella la duquesa de Alba podría también reivindicar el trono de la Escocia independiente por línea bastarda.

La Cataluña del 2014 es un Estado con poderes legislativo, ejecutivo y judicial, pero con soberanía compartida en todos los campos con España y Europa. España no es técnicamente soberana, pues no tiene moneda propia y su economía, sus leyes y su Ejército son solo parte del todo europeo. ¿O es que alguien cree que le vamos a declarar la guerra a Alemania? Cataluña podría ser un poquito más independiente si España le cediese parte de su semisoberanía, y así seguiría en Europa; lo malo es que no quiere hacerlo.

Es absurdo discutir cuál es la verdadera soberanía, pues es una ficción jurídica, pero no lo es discutir los derechos de las personas. En función de ellos en un país como Cataluña, con dos lenguas, poblaciones mixtas, unido territorial, económica y socialmente con España nadie tiene derecho a decir quién es el auténtico pueblo catalán y por eso no se pueden quitar los derechos y pasaportes a los varios millones de catalanes que quisiesen seguir siendo españoles. ¿Tendría España que ir a defenderlos? ¿Habría que segregar el territorio en dos, Cataluña nación y Cataluña autonomía, con traslados de población como los de Stalin? Sería lo lógico si estos conceptos sirviesen para algo, pero ni ellos ni la historia pueden dictar la verdad en este otro juego de trileros políticos.

Mientras tanto, se propone decidir si se puede decidir decidiendo, si se quiere ser un Estado sin saber qué es eso y si se quiere ser independiente sin ser Estado. Para rematar la fiesta examinando de catalán en nombre de la tolerancia y la multiculturalidad, para conceder la ciudadanía catalana a aquellos que querrían seguir con la española y la europea.

José Carlos Bermejo Barrera es catedrático de Historia antigua de la USC.