Sabiéndolo o sin saberlo, el Parlamento de Cataluña acaba de firmar la sentencia de muerte del delirio independentista del nacionalismo catalán. Si allí se hubiera proyectado ayer una película norteamericana (Lo que el viento se llevó, La gran estafa o Duelo al sol, por citar tres filmes cuyos títulos irían como anillo al dedo a la cuestión), tras la votación parlamentaria hubiera salido en pantalla el ya célebre The End («te en», decíamos de niños, cuando el inglés era aún una rareza para los escolares españoles).
La cuestión podría parecerle difícil de entender a quienes desconocen las complejidades constitucionales del asunto, pero cabe explicarlo de una forma comprensible para todos. El Parlamento catalán solicitó ayer que las Cortes transfieran a Cataluña la competencia para convocar un referendo consultivo sobre la independencia. Una solicitud, y este es el primer dato esencial a retener, que supone un reconocimiento expreso de lo que sabe todo el mundo: que la Generalitat carece de la competencia para convocar esa consulta por su cuenta. Se acepta así, de forma pública y solemne, que el Gobierno catalán no puede convocar un referendo de autodeterminación, razón por la cual pide que le permita hacerlo a quien, según nuestra Constitución, tiene ese poder.
Para que tal petición pudiera prosperar sería necesario que las Cortes aprobasen una ley orgánica de transferencia de competencias, lo que, como también es público y notorio, no va a suceder en ningún caso, pues a ello se oponen, además de otros pequeños grupos, el PSOE y el PP. Por tanto, y este es el segundo dato que les ruego que retengan, cuando dentro de unos días las Cortes rechacen con una mayoría abrumadora la petición del Parlamento catalán, toda esta locura debería terminarse de una vez.
Debería terminarse, sí, tras asumir unos, con la mayor solemnidad, que no pueden hacer lo que quieren, si el Estado no se lo autoriza; y manifestar otros, con solemnidad idéntica, que el Estado no dará la autorización que se le pide.
La conclusión final del razonamiento previo es evidente: o Mas y quienes lo apoyan renuncian a un referendo que han admitido que no pueden convocar, o deciden seguir adelante, poniéndose, por tanto, fuera de la ley.
Ahora, ya con todas las cartas boca arriba, no cabe seguir con los faroles: o se acepta jugar limpio (lo que significa renunciar al referendo) o se trata de hacer trampas, lo que en cualquier mesa de juego resulta inadmisible y da lugar a la expulsión del jugador.
Mas ha perdido la partida. Y con su derrota, que es la de un iluminado irresponsable, ha dejado a CiU hecha unos zorros, ha roto la convivencia en Cataluña y la ha enfrentado con el resto del país. Ese, para desgracia de todos, es hoy su trágico legado. Pero podría, si él se empeña, ser peor.