La memoria de un occidental dura lo que un telediario. Cuando las noticias cambian, nuestra capacidad de conmoción muda como la piel. Y con la actualidad en red todo es todavía más veloz e incomprensible. Como si la información se hubiese subido a un monoplaza de fórmula uno y el vértigo gobernase los datos. ¿Qué fue de los tamiles y sus decapitaciones en Sri Lanka? ¿Qué fue de Irak? ¿Qué volverá a ser de Afganistán cuando el último soldado salga? Ahora parece que lo sabemos casi todo sobre Siria, pero a Damasco le llegará también el recurrente olvido de Occidente. ¿Qué está pasando ahora mismo en el hormiguero de poder y rapiña que dejó la cruzada contra Gadafi en Libia? ¿Qué quedó de aquello que tanta atrajo a los políticos? El lamentable vídeo en el ojo global de Internet de la captura de Gadafi, como aquellas otras imágenes del agujero en el que estaba Sadam Huseín. Pasamos de controlar hasta los mapas de los bombardeos supuestamente selectivos de los cazas de los posibles objetivos a desconocer cómo fue el traumático día después. La información como una manera de espectáculo, como una forma de entretenimiento que dará, pasado un tiempo, en películas de Hollywood. Cuando los tiros son lejos, el eco puede resultar hasta ameno. Es una forma de repugnancia.