Dos sentencias recientes que tienen que ver con ETA llevan a reflexionar sobre la misión y el ámbito del Derecho, su independencia de la política y, en concreto, sobre la duración de las penas y su finalidad última. Como es fácil deducir me refiero a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) contraria a la conocida doctrina Parot y a la relativa al caso Faisán, pendiente de lo que resuelva el Tribunal Supremo. La primera tiene una incidencia social de primer orden, cualquiera que sea el punto de mira. Desde el estrictamente jurídico no creo que pueda ser descalificada. El argumento fundamental no consiste en el modo en que los tribunales españoles decidieron contar la duración de la pena, sino el carácter retroactivo de la interpretación realizada, un cambio jurisprudencial discutible. La condena se había dictado aplicando el Código de 1973. Aunque resulte paradójico es la gloriosa servidumbre de la ley y, con mayor amplitud, de un Estado de derecho. No es legítimo forzar el Derecho al servicio de fines políticos. En el extremo lo mostró de un modo escalofriante el filme La solución final: se utilizó por los nazis para «justificar» el gaseado de los judíos. Sin ese extremismo, la sentencia del caso Faisán viene a reconocer el influjo del objetivo político -no entorpecer el proceso de paz emprendido por el Gobierno de Rodríguez Zapatero- en la tipificación del delito y su condena. La consideración política no debe utilizarse para beneficiar al enjuiciado. Tampoco para perjudicarlo. A los tribunales españoles no les queda otra salida que aplicar la sentencia del TEDH. El Gobierno no puede interferir en la aplicación.
Cuánto debe durar la pena. Lo que permita la ley; así de sencillo, aunque hiera sentimientos respetables. Se aplicó el Código del 73 que preveía la redención de penas por el trabajo sin contener excepción para los delitos por terrorismo. Se suprimió en 1995 y en el 2003 se aumentó a 40 años el máximo de las penas a cumplir. Para quienes han sido víctimas del terrorismo es comprensible que las excarcelaciones que habían asumido más lejanas con la doctrina Parot hagan revivir las consecuencias dolorosas de una acción criminal de la que no se tiene constancia que haya arrepentimiento, que sería la verificación de la reinserción social a la que debe orientarse la pena, antesala del perdón.
Es obvio que la sentencia del TEDH incide en una cuestión que ha sido durante mucho tiempo, y no ha concluido, de extraordinaria relevancia política. Como decisión jurídica no obliga a un replanteamiento de la política gubernamental en relación con ETA. No debería constituir un instrumento para ser utilizado en la contienda política de los partidos. No es una amnistía, ni es una derrota del Estado. No es la batalla de una pretendida guerra en la que el TEDH haya participado. Sería un error evaluar la sentencia como de vencedores y vencidos. El desahogo del dolor de las víctimas no debería hacer verosímil ese planteamiento.