En política hay adversarios, enemigos y compañeros de partido, según la frase atribuida a Adenauer. O, como decía Pío Cabanillas Gallas, «¡todos al suelo, que vienen los nuestros!». La beligerante irrupción de Aznar lo atestigua. El presidente de honor del partido se ha convertido en el opositor más peligroso y dañino del presidente del Gobierno. Aunque sus duras críticas y su amago con volver no han cosechado apoyos en los dirigentes del PP, que saben que sus puestos dependen de Rajoy, no hay que olvidar que para gran parte de sus bases y votantes Aznar sigue siendo un ídolo frente al «lánguido resignado».
Es cierto que, lo diga Agamenón o su porquero, Rajoy ha incumplido de cabo a rabo su programa y, por consiguiente, traicionado a quienes lo votaron. Pero el furibundo ataque de Aznar, desleal e impropio de un expresidente, se debe no solo a su tremenda decepción con la gestión del hombre que designó a dedo como su sucesor, sino también a su gran enfado porque considera que la dirección del PP no lo ha defendido tras las demoledoras revelaciones del caso Gürtel/Bárcenas. Dar lecciones con prepotencia y soberbia se le da muy bien, no tanto ofrecer explicaciones. Aún no se ha disculpado por afirmar con rotundidad que había armas de destrucción masiva en Irak ni por las mentiras sobre el 11-M. Ahora el político que presumía de liderar un partido incompatible con la corrupción tiene la oportunidad de aclarar cómo, bajo su mandato, se gestó y creció la trama Gürtel, sus relaciones con Correa, que regaló 32.000 euros a su yerno, los sobresueldos o los pagos de dinero en sobres. O explicar qué cualidades vio en su amigo Blesa.