Antes era una tragedia. Te amargaba la vida la persona a la que habías elegido, con la que te habías encariñado, a la que seguías y puede que hasta conocieras. Incluso era malo para ella, porque tomaba decisiones sabiendo que algún día podía tropezarte por la calle y recibir una reprimenda. Ahora, al fin, logramos alcanzar la perfección.
Las decisiones importantes sobre nuestras vidas las toman unos señores a los que no conocemos de nada, de los que somos incapaces de pronunciar sus nombres ni de saber su nacionalidad. Los vemos en la tele abrazándose, besándose, sobándose y bromeando con ahorcamientos fingidos. Visten bien y se pasan el día haciendo declaraciones y diciéndonos lo mal que van las cosas.
Quienes hoy deciden nuestro futuro, disponen de nuestros ahorros, de nuestros puestos de trabajo y de nuestra existencia, no saben ni cómo vive ni lo que piensa el señor Manuel, de la parroquia de Castelo. Ni tampoco cómo lo hace Petros Nikolaos, que alguno se llamará así en Chipre. Pero son los avances de los tiempos. Uno, la verdad, prefiere que estas decisiones las tome alguien a quien no ha visto en su vida. Porque si esto lo hace quien un día puedes encontrar por la acera, igual ese día caes en la horrible tentación de la violencia. Por eso es mejor así.