Si don Cristóbal Montoro fuese sincero, ayer habría presentado así su reforma municipal: «Señores, no es lo que queremos, no es lo que habíamos pensado; es sencillamente lo único que hemos podido hacer». ¿Y por qué debería decir esto? Porque lo que han parido no tiene nada que ver con sus ideas iniciales. En principio pensaron en reducir el número de municipios, y no se redujo ni uno. Después proyectaron reducir el número de concejales, y seguiremos teniendo los 68.285 que había cuando se pensó la reforma. Se dejó crecer un estado de opinión contrario a la existencia y al papel de las diputaciones provinciales y, en vez de caminar hacia su extinción, salen reforzadas. Lo que pomposamente se presenta como la gran reforma de la Ley de Bases de Régimen Local también se podría presentar modestamente como Ley de Ordenación de Salarios Municipales.
¿Qué ha ocurrido aquí? Lo de siempre: que vino el tío Paco con las rebajas. Una cosa es soñar con la revolución local desde un acomodado despacho en Madrid y otra tropezar con la España real de los pueblos. En esa España real están los intereses del partido. Están los alcaldes propios, que no quieren pasar a la historia como enterradores de ayuntamientos de larga tradición. Está la militancia, que no quiere quedar como cómplice de la desaparición de la estructura política de su pueblo. Y están esas diputaciones, que serán caras o poco útiles en un sistema autonómico, pero sostienen al poder y garantizan su prolongación en el tiempo. Por esa suma de razones, convertidas en formidable presión sobre la Moncloa, se fue reculando, y el resultado final se parece escasamente al proyecto original.
¿Y por qué se queda corto? Porque le ha faltado consenso. Esta es una ley de Estado que tenía que haber sido pactada, por lo menos, con el Partido Socialista. Al no serlo, se desperdicia la oportunidad histórica de proceder a la modernización de la España local. Y así, tiene avances notables, como el de señalar las competencias municipales para evitar duplicidades. Pone orden en un desbarajuste administrativo que permite que haya salarios municipales más altos que en otras Administraciones. Impone la obligación de suprimir empresas públicas, fuente de tanto despilfarro y amiguismo. Pero le falta esa grandeza histórica cuya ausencia hace que el proyecto mejor intencionado se quede en un parche poco ambicioso. Y todo ello, marcado por el sello Montoro: la retribución «no debe ser un elemento determinante para participar en la vida pública». O sea, que este Gobierno quiere apóstoles en los ayuntamientos. Y mejor si son apóstoles ricos, porque suelen ser de derechas. Quien necesite un salario, absténgase de entrar en política municipal.