Ceremonia sanitaria de la confusión

Enrique Castellón
Enrique Castellón MEDICINA Y ECONOMÍA

OPINIÓN

19 dic 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

La iniciativa privada es compatible con la sanidad pública. Lo avalan Estados de bienestar con variantes privadas de aseguramiento, provisión o, simplemente, gestión. Nuestra figura tradicional ha sido el concierto, siendo excepcional que una población se asigne a una institución privada. Más reciente es la financiación privada de infraestructuras con provisión de servicios no asistenciales. Experiencia hay, poca, de gestión privada de hospitales así como de gestión cooperativa en atención primaria. No existen, finalmente, antecedentes de la venta de activos públicos, ni se han planteado alternativas al aseguramiento único y público.

La escasez de experiencias y la pobreza de información impiden la valoración. La mera comparación de una tarifa asignada a una institución privada con el gasto ejecutado en hospitales públicos significa poco. Por tanto, ahora que hay que reformar con convencimiento pero con conocimiento, dependemos de la intuición y, lo que es peor, de los prejuicios. Que sentencian que la gestión privada es, por definición, más eficiente que la pública. Cuando ambas dependen de la calidad de las personas y sus incentivos, de los instrumentos de gestión disponibles y de la regulación y su cumplimiento. Además, no es lo mismo diseñar un modelo asistencial partiendo de cero que hacerlo desde una estructura preexistente que cuenta con un altísimo grado de aceptación social. Las actuaciones -necesarias- sobre la sanidad pública no admiten simplificaciones ni atajos. La superficialidad con que se están abordando tiene una clara lectura: la calidad no importa, solo cuenta la reducción inmediata y a cualquier precio del gasto. Un objetivo razonable -control del gasto y mejora de la eficiencia- no garantiza automáticamente la bondad y efectividad del proceso elegido para alcanzarlo.

Para complicarlo todo, han surgido respuestas igualmente cargadas de prejuicios del tipo «la salud no es un negocio», cuya engañosa simplicidad y contundencia atrae a mucha gente por lo demás sensata. En España la idea de negocio se estigmatiza y reviste de tintes de inmoralidad. Y no digamos con la salud de por medio. Como dogma es absurdo, basta con mirar a los mejores hospitales del mundo o los beneficios de tecnologías obtenidas, sí, con ánimo de lucro. La mala gestión, privada o pública, se debe en gran medida a la dejación de responsabilidad del regulador, que no vigila escrupulosamente el uso de los recursos públicos. En todo caso, hay otros asuntos prioritarios en los que no se ha profundizado lo suficiente. Como nuevas políticas de atención integral a las patologías crónicas, un mayor énfasis en la prevención y en la reducción de los internamientos, una mayor integración de servicios y niveles asistenciales. Y no menos importante resulta introducir prácticas de buen gobierno, con autonomía de gestión, rendición de cuentas y máxima transparencia, junto con mayor participación social y profesional.

Con recortes indiscriminados y planes precipitados nos arriesgamos al rechazo a verdaderas reformas que incluyan mayor autonomía en lo público o incluso iniciativa privada cuando exista evidencia de su ventaja comparativa. Ni aun con buenas razones, que no es el caso, se puede progresar sin la cooperación necesaria de quienes se relacionan con los pacientes, sin cuyo indispensable concurso la calidad queda lejos de estar garantizada.