El curioso diccionario de José López Orozco

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

21 nov 2012 . Actualizado a las 12:40 h.

Es opinable si un político imputado en una causa criminal debe dimitir o si, por el contrario, es razonable esperar a que, si es el caso, se dicte auto de procesamiento contra él. Hay incluso quienes sostienen -teoría muy difundida en medios socialistas en la época de corrupción despiporrada que caracterizó a la última etapa de Felipe González como presidente del Gobierno- que nadie debiera dimitir mientras no haya recaído sentencia firme contra él.

Sea. Aunque tal enfoque de las cosas supone a mi juicio una manera bastante burda de confundir el significado jurídico de la presunción de inocencia (que consiste, en esencia, en invertir la carga de la prueba) y su significación política, que tiene una densidad muy diferente, insisto, sea: mientras no exista un código ético de conducta, pactado y ampliamente compartido por las fuerzas políticas, sobre lo que debe exigirse a sus miembros cuando han de vérselas con los jueces y el Código Penal, estamos expuestos a que haya quienes defiendan que un alcalde ha de dimitir de forma irremisible por lo mismo que otro que vive a cien kilómetros no debe hacerlo en ningún caso. Son los arcanos de la política, oficio que no es fácil de entender para quienes nos dedicamos a otros menesteres.

Pero incluso los que no hemos tenido jamás un cargo público ni aspiramos a tenerlo, sino más bien a todo lo contrario (a no caer nunca en esa humana tentación), somos capaces de entender que hay cosas que no puede decir impunemente un político sensato. Y como José López Orozco me parece de esa clase desde hace muchos años, no me cabe en la cabeza que haya hecho dos proclamas que, difíciles de aceptar por separado, constituyen juntas un soberano disparate.

La primera («La palabra dimitir no entra en mi diccionario») demuestra que al que hoy tiene el alcalde de Lugo encima de la mesa de su despacho oficial le falta una voz esencial cuando su dueño está en donde está por mandato del cuerpo electoral. La palabra dimitir ha de figurar a la fuerza en el diccionario de todos los políticos, salvo en el de los que se amarran al sillón incluso cuando al hacerlo le causan un daño irreparable a la institución que representan.

La otra frase de Orozco es, sin duda, bastante más grave que la anterior, por resultar mucho más irresponsable: según él, «el alcalde que no tiene un par de imputaciones al año no es un buen alcalde». Tan pintoresco pensamiento, que por llevar implícita una completa falta de respeto a la indispensable acción de la Justicia resulta incomprensible en quien debiera dar ejemplo de todo lo contrario, constituye por añadidura una inmensa falsedad, pues hay miles de alcaldes que no han sido imputados nunca por un juez, lo que, ¿cómo negarlo?, es una señal de buen hacer infinitamente mejor que la contraria.