Ciencia en papillote

Fernando Pérez González FIRMA INVITADA

OPINIÓN

22 oct 2012 . Actualizado a las 19:03 h.

Un exhaustivo estudio recientemente publicado por investigadores del National Bureau of Economic Research de Massachusetts, revela el porcentaje de investigadores inmigrantes y emigrantes con respecto al total de cada país. Probablemente no extrañe saber que el 38 % de los investigadores de EE.?UU. proceden del extranjero, pero sí que en Suiza y Dinamarca supongan el 57 y el 45 %, respectivamente. En la cola de la lista figuran Italia, España y Japón. En el caso de nuestro país, solo el 7,3 % de los investigadores proceden de fuera (especialmente, de Italia, Francia y Argentina), mientras que únicamente el 8,4 % de los investigadores españoles trabajan en el extranjero. Llamativamente, el aislamiento científico japonés es aún mayor, con porcentajes respectivos del 5 y el 3,1 %.

La investigación científica y el desarrollo tecnológico modernos, con equipos multidisciplinares que requieren de una considerable masa crítica, se benefician enormemente de los flujos de capital investigador humano. Los investigadores venidos de otros lugares aportan nuevos conocimientos y tecnologías no disponibles en los grupos que los reciben, aumentando en definitiva su competitividad.

Una buena proporción de la innovación mundial actual responde al paradigma de la llamada «innovación abierta», término que designa el uso de ideas, tanto internas como externas, por parte de las empresas que buscan el avance de sus tecnologías. La innovación abierta es especialmente útil para alcanzar un posicionamiento rápido en los mercados, como ha puesto de manifiesto el éxito fulgurante alcanzado por el sistema operativo Android. Como cabe suponer, la clave de la innovación abierta son los flujos de conocimiento más allá de las fronteras de la empresa. Y, por supuesto, no hay mejor manera de hacer fluir el conocimiento que vincularlo al movimiento de personas: los científicos y tecnólogos que lo poseen.

Hace ya tiempo que EE.?UU. se percató del valor de la diversidad en el conocimiento científico. De los 314 ciudadanos estadounidenses galardonados con el Premio Nobel, 102 (el 32 %) nacieron en otros países. Otros ejemplos recientes revelan que la importación de conocimiento tiene un claro impacto en la creación de riqueza: Jerry Yang, cofundador de Yahoo, nació en Taiwán; Sergey Brin, de Google, en Moscú, y el promotor de eBay, Pierre Omidyar, es parisino.

El estudio antes citado pone el dedo en la llaga de la insularidad de nuestro conocimiento. En España, la ciencia se cocina en papillote, bañada con sus propios jugos. A ello contribuye, sin duda, la ostensible endogamia universitaria, pero deberíamos buscar la clave en nuestro paupérrimo dominio del inglés. Tomando datos del índice de nivel de inglés publicado anualmente por la compañía Education First, uno encuentra una importante correlación (r=0,63; p<0,05) entre este y el porcentaje de investigadores inmigrantes. Siendo el inglés la lingua franca para los investigadores de todo el mundo, no sorprende que en la decisión de adónde emigrar pese especialmente la facilidad para comunicarse en ese idioma, no solo en el laboratorio, sino también en el supermercado.

El Foro Económico Mundial adjudica a España un mísero puesto 36 en competitividad. Ascender en la lista no parece cuestión de más autovías, pero sí de un cambio en el centro de gravedad de la enseñanza del inglés, que lleva décadas aguardando su implantación: menos gramática y más conversación.