Construcción y demolición de un Estado

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

14 sep 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Tal como estamos, lo peor que le puede ocurrir a la nación española es esto: que se despedace. Y, una vez escuchado al señor Artur Mas ayer en Madrid, parece el destino marcado por los nacionalistas catalanes. No parece; es. El presidente de la Generalitat no ha usado palabras que alienten el reencuentro. De acuerdo con la terminología tópica que habla de puentes entre dos pueblos, dio la impresión de que está metido en la tarea de demoler los pocos que quedan. Invocó el cansancio mutuo, supone que la mayoría de los catalanes quieren romper con España, y se le nota que quiere ser el conductor de la transición hacia la soberanía plena. Así me imagino que deben ser las primeras conversaciones entre los matrimonios que se rompen.

Debo decir que el señor Mas no ha engañado a nadie. Nunca. Su referencia a la transición nacional, que ahora sorprende a tantos, está en sus primeros mensajes como presidente. Su labor de gobierno se caracteriza por fuertes recortes en el gasto público, pero sin tocar ni un céntimo de todo aquello que tiene que ver con su objetivo soberanista: ni subvenciones, ni inmersión lingüística, ni en alguna de las embajadas que la Generalitat tiene fuera de su territorio. Y su penúltima meta, que era alcanzar un concierto económico como el vasco y el navarro, ya no cuenta, porque ha descubierto su auténtica faz, que es la soberanía fiscal. Si no sale, para llenarse de razones contra el tan invocado maltrato de España a Cataluña. Y si sale, para sentar las bases del nuevo Estado, que él está llamado a presidir. Me gustaría, por cierto, ver su gesto cuando escuchó que en la gran manifestación del martes se coreaba «Catalunya independent; Artur Mas president».

Estamos asistiendo, por tanto, al apasionante espectáculo de ver cómo se construye un Estado y cómo se prepara la destrucción de otro que ha resistido siglos de asedios, guerras, dictaduras, momentos felices, intentos de ruptura, negocios compartidos y aventuras conjuntas. No dudo que para multitud de catalanes (más de los que se manifestaron en la Diada) es un trance emocionante. Me inquieta que todos los demás no tengan ningún cauce para expresar su deseo de seguir en España. No tienen quién recoja su voz, ni quién los represente, ni quién acoja sus razones, ni disponen de una plataforma que los aglutine. Están condenados a ser una minoría silenciosa, amorfa y posiblemente asustada ante el clima que los rodea. Y me intriga el silencio de los inversores, de las grandes empresas, del propio F.?C. Barcelona, llamado a jugar grandes partidos contra el Gimnástic de Tarragona. Pero la consigna del Gobierno central es que enfriemos el desafío. Correcto, lo enfriamos. Ya ponen otros el calor.