23 jun 2007 . Actualizado a las 07:00 h.

CARISMA. Un demonio. Encanto. Hay muchas maneras para definir el duende. Pero sólo una para sentirlo. Duende es cuando las mariposas se vuelven locas en el estómago y salen por la garganta, en música, en palabras, sobre un campo de fútbol, en el ruedo infinito de una plaza de toros. Duende es lo que notaron los presos que vieron a Johnny Cash cuando actuó en San Quintín en el 69. Duende es la tormenta perfecta. Duende es el hielo que quema. El amor que estalla. Duende es lo que tenía Lorca cuando hacía un poema y copiaba a las estrellas. Está en la empuñadura de la raqueta de Federer, en los palos de Tiger y en la muñeca diabólica de Jordan. Duende es lo que hizo el domingo pasado José Tomás en Barcelona, cinco años después de la última vez. El torero galleó en su regreso e hizo la danza invisible de los maestros. Quebró a su sombra. Fue un secuestro de emoción que no olvidarán los testigos que llenaban la plaza. José Tomás es la abstracción con el capote. Y mata a los astados con silenciador. Y duende es lo que puso en sus botas Reyes antes de saltar al Bernabéu y ganar la Liga, que tenía bandera blanca desde que Ronaldinho y Eto'o se dejaron de hablar. Ronaldinho hizo más horas en los platós que en los entrenamientos. Los anuncios de natillas no ganan títulos. Van, el holandés errante, marcó goles como docenas de tulipanes, y Capello no pasó de la rosca de Beckham. El Sevilla se quedó sin duende en los últimos duelos y el Madrid aguantó furioso hasta el final. A Raúl hace tiempo que le abandonó el duende. No está para goles. Pero colocó muy bien la bufanda desde la grúa en la Cibeles. El duende es caprichoso. Va y viene como los fugitivos y los títulos. Cuando reaparece es José Tomás y el silencio, un terremoto de silencio en la Monumental de Barcelona, lienzo en el viento de la tarde. cesar.casal@lavoz.es