23 dic 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

PUEDE parecer sorprendente que haya de reafirmarse en estos días que es Navidad. Aunque no sea más que por hechos externos tan evidentes como la iluminación en calles y las vacaciones escolares, nadie dudaría que nos encontramos ante una fiesta. Sucede que empiezan a escucharse algunas voces de que, en aras del multiculturalismo, habría que ocultar el auténtico sentido de lo que se festeja en este occidente en que vivimos. Ante la Navidad pueden adoptarse diferentes actitudes. Charles Dickens, que tan excelentes relatos nos dejó de la miseria industrial del Londres del siglo XIX, escribió un delicioso cuento, Canción de Navidad, popularizado por el cine. Allí se describe una de esas actitudes, en la figura de Scrooge, un viejo avaro y gruñón. Las Navidades son unas pamplinas. Es la repuesta desabrida a la felicitación de su pobre sobrino. Afortunadamente la historieta termina bien y el malhumorado tío descubrirá el sentido de la fiesta en la comida familiar de su sobrino. La fiesta es la conmemoración de un hecho histórico trascendente que está en el centro del cristianismo. Marca una divisoria del tiempo, con un antes y un después, tal como seguimos contando. Celebrarla es una actitud coherente de los creyentes. Pero, cualquiera que sea la profundidad de la creencia, lo que se conmemora tiene una dimensión que rebasa lo puramente interno. El deseo de felicidad que nos manifestamos hace aflorar los mejores sentimientos que anidan siempre en toda persona. Es ocasión para la reunión de las familias, incluido el recuerdo en el silencio interior para los que, esta vez, no están. La soledad estalla cuando el vínculo familiar falla o no existe. Quizá la niñez aletea por un momento en la edad madura. También los mayores necesitan algún descanso del espíritu en una vida que ofrece a diario un perfil de dureza. Son todos buenos los sentimientos que suscita el misterio de Belén. Y los necesitamos porque somos humanos. Allí la indefensión de una criatura, que la fe revela además que es el creador del universo, clama sin palabras a rechazar prepotencias y no erigir al consumismo occidental en un nuevo dios. Es clamor de solidaridad. Nocivo es privar de sus raíces a la comunidad. El desarraigo empobrece. El sol de medianoche, de lo que llamamos tradicionalmente Nochebuena, puede percibirse desde la creencia. Pero también su luz, que reverbera en las tinieblas de la historia, alcanza a quienes desde otras culturas admiten la trascendencia o no la niegan. Más que disimular u ocultar la Navidad, sería más razonable indagar por qué en estos días nos felicitamos.