SI UNO camina en Barcelona por las Ramblas, el paseo de Gracia o la avenida Diagonal, observará un hecho habitual: que miles de ciudadanos hablan, como si tal cosa, en castellano. No lo hacen porque sean del PP, odien el catalán o le tengan tirria al nacionalismo identitario. No señor: hablan castellano por la misma razón por la que muchos de sus conciudadanos hablan con la misma naturalidad en catalán: porque es su lengua. De hecho, datos oficiales nada sospechosos de anticatalanismo -los del Instituto de Estadística de Cataluña para el año 2003- ponen de relieve que sólo el 40% de los catalanes tienen como lengua materna la vernácula, frente al 53% de lengua materna castellana. Aunque esos porcentajes se invierten al tomar como punto de referencia la lengua habitual, y aunque podrían obtenerse, ciertamente, algunas reveladoras conclusiones sobre tan curioso proceso de inversión, no es eso lo que ahora interesa destacar, sino una palmaria realidad: que Cataluña es, como Galicia, un país bilingüe. Lo es porque allí, igual que aquí, hay mucha gente que habla sólo o preferentemente en uno de los dos idiomas del país; y lo es porque allí, igual que aquí, mucha gente se maneja sin conflicto alguno en las dos lenguas. Los paralelismos lingüísticos entre Galicia y Cataluña no se paran ahí, en todo caso: también en ambos territorios los conflictos derivados de la lengua los crean siempre los mismos: los nacionalistas. Y es que, convertidos en guardianes de una ortodoxia que sólo ellos comparten, pero que pretenden imponer, por las buenas o a las malas, como norma de cumplimiento general, los nacionalistas han decidido que el castellano desaparezca de la vida oficial, hay que pensar que como un primer paso para su progresiva, pero proyectada, erradicación total a medio plazo. Es verdad que casi todos sabemos que van dados, pero ello no evita que cada episodio de talibanismo lingüístico deba ser denunciado como lo que es en realidad: la pretensión de una minoría activa de imponer a toda la sociedad un código de conducta de secta o de partido. Eso han hecho exactamente los nacionalistas, que han puesto el grito en el cielo porque la escritora Elvira Lindo iba a leer en castellano el pregón de inicio de las fiestas de la Mercè de Barcelona: tratar de evitar que alguien hable en la capital de Cataluña en la misma lengua en la que hablan habitualmente la mitad de quienes allí viven y trabajan. El que no lo hayan conseguido es una victoria de todos. También, claro está, del catalán, lengua de libertad frente a las imposiciones: franquistas antes, nacionalistas en la actualidad.