LO MALO que tienen los amores patrios es eso: que te entregas a unos colores que no te gustan, que te pintas rojo y gualda las mejillas, que desprecias los años de Zidane y Barthez para poner en valor la juventud de Torres y Cesc, y¿ viene Ribèry y te empata el partido. Que ríes las gracias de Aragonés sin reparar en lo borde que se pone, que escuchas impasible las bobadas patrioteras de los comentaristas, que laleas con tonos épicos el único himno nacional que no tiene letra, y¿ viene un tal Vieira, con apellido portugués, y te hace las maletas. Que apelas a la furia como señal de identidad, que gritas como un tonto delante de la pantalla gigante, que apelas con rubor al talismán de doña Letizia, y que culpas a Maragall y Arzalluz de nuestra debilidad deportiva, y¿ llega el viejo Zizou , te pega cuatro meneos, y te manda para casa. Y es que no hay nada más débil que una patria remozada por pura imitación y a golpe de consignas. España es uno de los países más admirables del mundo, con una historia y una lengua de primera clase, con una naturaleza y una humanidad que son, a fuer de complejas, hermosas e inimitables, con una fuerza identitaria que supera todas las tropelías de la política menor, con un Estado que nace entre los primeros, y con unos niveles de progreso y bienestar que nos sitúan entre los pueblos más privilegiados del mundo. Y por eso no hay derecho a que el pueblo llano, que razona y vive con lealtad a la historia, se pase el día atenazado entre dos pequeñas minorías: la de los visionarios, que quieren reescribir la historia, y la de los horteras patrioteros, que ansían una patria con bandera en el colegio e himno de mano en pecho. Si la selección de Aragonés representase algo distinto de un cromo, y si alguien hiciese el discurso de la España real, podríamos librarnos del dilema que nos obliga a elegir entre los tópicos insoportables y el maniqueísmo estéril. Y si alguien se interesase en saber a qué le llamamos Madrid cuando hablamos de política, quizá podría liberar a nuestros símbolos institucionales, culturales y deportivos del estigma absurdo de una patria inexistente. En mi condición de europeísta radical, hace tiempo que adopté la posición del siareiro subsidiario: si no juega el Forcarei, con el Celta. Si no juegan los vigueses, con el Deportivo. Si no juegan gallegos, con el que esté más al norte. Si juega la selección, soporto a Raúl. Y si eliminan a España con los europeos más próximos: Portugal, Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y Ucrania. ¿Y si ganan Brasil o Argentina? Pues nada, que son países hermanos. Así que, libre de la esclavitud de las patrias, ya tengo mi mundial en el bote. ¡Viva el fútbol!