Viajeros impasibles

| RAMÓN CHAO |

OPINIÓN

12 ene 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

DOS de los peores males que nos trae el neoliberalismo son la pasividad y la virtualidad. Somos fumadores pasivos y cancerosos virtuales porque las grandes firmas tabaqueras juegan con las leyes, abaratan sus productos y los manipulan, con el fin de crear en los consumidores una dependencia auténtica y fatal. En Francia hay ahora viajeros pasivos, que yo llamaría impasibles. Un viajero siempre es pasivo; en caso contrario tendría que empujar él el tren. Aquí se trata de una pasividad psicológica, inmaterial. Se acaban de dar dos casos muy sonados de agresiones en trenes, que se añaden a otros muchos acaecidos en las escuelas, en los bosques y en la calle. Uno ocurrió al amanecer del 1 de enero en el tren que une Niza con Lyon, en el que una banda de golfetes molestó y abusó de una joven ante el rostro impávido de los pasajeros. Y el otro el sábado pasado, cuando una pandilla de adolescentes se apoderó de un convoy con el personal encerrado, en un tren de las cercanías de París. Los sociólogos indagan por qué los pasajeros, mucho más numerosos que los gamberros, ni intervinieron para evitarlo. Y también qué hace la policía. Esta pregunta es importante, pues desde hace casi cuatro años Nicolás Sarkozy, aspirante a la presidencia de la República, anda prometiendo seguridad total en los transportes públicos y no se sale de la situación virtual. A los citados sociólogos les extraña que se culpabilice a los viajeros que ven y no intervienen, los viajeros impasibles. Hace años (ya unos veinticinco) asistí a una representación teatral en un supermercado de París. El autor y actor Augusto Boal entraba en el establecimiento acompañado por una joven negra a la que llevaba casi arrastrada y con grilletes en los pies. La que se armaba: «Se acabaron los tiempos de la esclavitud», «esa señora es un ser humano y no un perro»; e incluso alguno forcejeó para abrir los cerrojos de las cadenas. Boal les contestaba con toda naturalidad, para provocar aún más el jaleo: «Esta mujer es mi esposa, y por eso va esposada». Entonces la gente aún se exponía y defendía las causas justas. Ahora, por ejemplo, tanto los políticos, los economistas y no pocos periodistas se esfuerzan en convencer a los pobres agredidos por las expulsiones, el aumento de horarios de trabajo, la prolongación de la edad de la jubilación y otros asaltos a la dignidad humana, de que no hay nada que hacer, que es normal y que más vale permanecer inactivo en su casita sin meterse en berenjenales: ni huelgas ni manifestaciones. Por suerte o por desgracia, no suelo meterme en esa clase de medios de transporte, pues cada vez que puedo viajo en moto, lo que mis buenas roturas de tobillos, contusiones y tendinitis me cuesta, pero por lo menos conservo intacta mi capacidad de indignación ante los atropellos. Los viajeros impasibles están hartos de ver crímenes horrendos en televisión, como aquel de la sierra eléctrica, torturas en Guantánamo y Abu Ghraib, violaciones por todos los costados y asaltos a trenes y bancos. De modo que como no miro la televisión, no me creo autorizado a juzgar a los que ven y no intervienen, y me pregunto qué haré si un día me encuentro ante semejante situación. Claro que me aterran las violencias y agresiones, pero más sufriría si me contara en el número de los viajeros impasibles.