A COMIENZOS de este año en que se cumple el 250 aniversario del nacimiento de Mozart, se van a dar a conocer los resultados acerca de la identificación, gracias al ADN, de cierta calavera que se conserva en Salzburgo y que la tradición relaciona con el genial compositor austríaco. Estamos en una época, parecida a la de los orígenes de la Ilustración y la Enciclopedia que vivió Mozart, en que lo material confunde y enmascara a lo espiritual, la engañosa Reina de la Noche domina a Sarastro y su universo iniciático y espiritual, de modo que aparecerán teóricos que nos liguen las medidas del cráneo, cuando no cierto fallo en la glicólisis o el ciclo de Krebs para explicarnos la genialidad del artista y la belleza de su música. Esa maravillosa música de la que nuestro Cernuda sostenía en 1956, con ocasión del bicentenario, que es «voz más divina que otra alguna» y que constituyó un mensaje de amor que el gran Mozart, como otros preclaros miembros de la masonería, ofrecieron a la humanidad para que no se olvide de su verdadera condición de criaturas sagradas, de almas vivientes. Pero estos fastos puestos al servicio del consumo, como el reciente de otro maestro servidor del Ideal como Cervantes, pueden enmascarar el verdadero descubrimiento del disfrute del arte como liberación humana. Todo se cosifica y se hace mercancía. La flauta mágica puede considerarse un objeto hermoso, un precioso trofeo de una subasta de Sotheby's a añadir a una ya poblada colección de antigüedades. Pero Sarastro y Tamino nos enseñan que permite alcanzar las vibraciones más altas del Ser cuando el alma vibra como un diapasón en el gran teclado cósmico. Y que el goce espiritual que en ocasiones abre el umbral de la música es un gran bien que puede y debe ser disfrutado. Nos dice Cernuda: «Dejar que la mente humillada se ennoblezca con la armonía sin par, el arte inmaculado de esta voz de la música que es Mozart». Amén.