Carrillo y la Constitución

OPINIÓN

10 sep 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

SE AGOLPAN los asuntos que merecen una atención prioritaria por su incidencia en lo que conforma a diario, y con mayor proyección temporal, la convivencia de nuestro mundo globalizado: la «pesadilla» de Nueva Orleans que ha trastornado el «sueño» americano, la pretendida reconfiguración del mapa autonómico con proyectos de nuevos Estatutos y el reconocimiento de unas relaciones singulares de algunas autonomías -de momento País Vasco y Cataluña- con el Estado, así como un replanteamiento de la financiación, la reforma de la educación aprobada inicialmente por el Gobierno, la OPA de Gas Natural sobre Endesa y un etcétera suficientemente prolongado en el que se encuentra la primera andadura de la Xunta coaligada, para no hablar de los síntomas de enfermedades sociales que nos aquejan. Y, sin embargo, me he decidido centrar la atención en la figura de Santiago Carrillo, con ocasión del episódico homenaje que acaba de tener lugar en Ferrol, en razón de su noventa cumpleaños. No sé si esta elección provocará sorpresa en algún lector. Es conocido que no he sido correligionario suyo, ni tampoco pretendo ser su biógrafo. Los historiadores se encargarán de enjuiciar su larga trayectoria vital. Sólo quiero aprovechar la oportunidad de la coyuntura para recordar algo de su intervención en la empresa constituyente en la que participé directamente. No creo exagerar si se le atribuye el título de «Padre de la Constitución» que, desde hace más de un cuarto de siglo, rige nuestra convivencia. Se ha hecho, el reconocimiento oficial de los que fueron ponentes. Pero no se agota en esas ya ilustres personas. Resulta obvio que otras, como Fernando Abril y Alfonso Guerra también lo merecen. Basta recordar, por lo que se refiere a Santiago Carillo, su alto sentido del Estado, subordinando a él sus convicciones de partido y sus propias vivencias públicas, para aceptar la Monarquía como forma política del Estado español, como luce en el artículo primero de la Constitución. La fotografía, con compañeros del PCE, delante de la bandera de España, -con sus tres franjas horizontales, roja, amarilla, roja- constituyó una declaración histórica a favor de la «reconciliación». Era una consigna que se cumplía por sus partidarios. Lo comprobé en una gira por capitales europeas para dar a conocer la Constitución, en la que coincidí con un diputado comunista por Sevilla que había estado encarcelado durante años. Y recuerdo su respaldo a la mención de la Iglesia Católica en la Constitución, que viví directamente desde mi participación en el grupo de trabajo que, impulsado por Fernando Abril, operaba en el semisótano del edificio coloquialmente llamado «semillas selectas» en el complejo de la Moncloa. Y no puedo dejar de recordar la reacción del diputado socialista Peces Barba, amenazando con ruptura del consenso y su queja ante una personalidad eclesiástica, por estimar que se salía de lo, al parecer, pactado. El recordatorio, con motivo del homenaje, no es expresión decadente de nostalgia. Además de un tributo a la justicia, es llamada de atención en estos momentos de la vida pública en que se echa en falta el espíritu que animó a los actores principales de la irrepetible etapa constituyente, y con ellos a una promoción de hombres y mujeres. El consenso de entonces, es crispación; el equilibrio autonómico alumbrado, desconcierto, cuando no preocupación; el respeto por convicciones no compartidas, radicalización.