27 may 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

LAS fiestas de San Isidro siempre me deparan alguna ocasión de ir a los toros. Y lo hago con gusto, no sé si por lo que ocurre en la plaza o por la mítica de que los rodea en mi cabeza, con Ernest Hemingway, Orson Welles y Ava Gardner en asientos principales. Desde luego, no soy un entendido. Cada vez que sale un toro, siempre creo que él y yo somos los únicos que no sabemos qué hacemos allí. Para colmo, a veces me acompaña mi amigo Miguel Ángel López Vivanco, que se empeña en ver en el caballo con los ojos tapados la imagen de un ciudadano en la democracia actual. Ya lo sé, son formas de no ver los toros. Pero su simbología es extensa y cada uno puede elegir la que quiera, sin ni siquiera estar a favor o en contra. Me ha tocado escuchar a tantos discrepantes sobre la propia existencia de la fiesta brava que he decidido guardar silencio durante un tiempo. Tantas hermosas razones en un sentido y en otro quizá deben de tener su mejor destino en seguir engordando sus ya sólidos argumentarios. Mientras, yo seguiré mirando al toro cuando sale a la plaza y sentiré, sin poder evitarlo, que estoy de su lado, compartiendo su desconcierto. Porque veo en su actitud un símbolo de valor y entereza ante las sorpresas que da la vida.