La lógica de la modernidad

| MANUEL FERNÁNDEZ BLANCO |

OPINIÓN

21 abr 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

LA REIVINDICACIÓN del derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo por parte de los colectivos de homosexuales, siempre me ha resultado enigmática. ¿Por qué el movimiento de gais y lesbianas, en general progresista, reivindica una institución familiar tradicional? Tal vez la respuesta no puede obtenerse pensando esa reivindicación como progresista o conservadora sino como un fenómeno de la posmodernidad. La homosexualidad ha cambiado de estatuto. En un tiempo en el que la sociedad se sostenía en la represión, la homosexualidad, además de ser un modo de goce sexual, podía constituir un elemento de contestación social. Declararse homosexual era un argumento más contra la ideología que condenaba, perseguía y denigraba todo aquello que consideraba fuera de la sexualidad pretendidamente normativa, y eso conllevaba un añadido: el homosexual, como tantas otras minorías, quedaba fuera de eso que se llamaba el sistema. En una palabra: era discriminado. Actualmente, cuando de la represión se ha pasado a la permisión, la homosexualidad, como factor de la política, cambia de estatuto y de función: cada vez más es una opción diferente a la par que cada vez más queda separada de cualquier uso subversivo y asimilada a la normalidad. Hoy ya no queda tiempo para ideales y el pragmatismo determina las subjetividades. La preocupación por el futuro, cuando el presente ha concedido una cierta normalización de la expresión pública de la homosexualidad, hace que los homosexuales planteen el matrimonio como una reivindicación, como un derecho más. Si a algunos asombra es porque no han entendido la lógica de la modernidad. Resumidamente: la posmodernidad es el tiempo de la diferencia a la par que el tiempo de la homologación uniformizante. Por eso, en estos tiempos, se trata de obtener los mismos derechos de todos a la par que se exige el respeto a las diferencias específicas de cada grupo. Esto supone que si antes al diferente se le exceptuaba y se exceptuaba, ahora ni se le exceptúa ni él se exceptúa. El problema se traslada al legislador: ¿en base a qué una forma de goce puede no ser reconocida -si exceptuamos aquellas que quedarían en el campo del derecho penal, como la pedofilia?-. Nuestra sociedad va cada vez más hacia un mestizaje de formas de goce donde al gobernante sólo le queda el papel de lograr la articulación de los modos de goce, que no es poca cosa, si se logra, porque no es fácil saber dónde estaría el límite y en nombre de qué instaurarlo. Lo que el viejo amo utilizaba para excluir -los modos de goce- se usa hoy para diferenciarse, pero donde el viejo amo igualaba diferencia y discriminación, la posmodernidad los separa: ser diferente, sí; ser discriminado, no. Es el dentro y fuera a la vez: así de simple.