Michael Jackson y la Inquisición

| JOSÉ MARÍA CALLEJA |

OPINIÓN

27 nov 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

UNO VE LA IMAGEN de Michael Jackson -esposado, con las manos por detrás, balanceándose, como si quisiera jugar incluso en una situación límite- y confirma que estamos ante un Peter Pan, ante un niño que se niega a crecer desde hace años, desde que ha dejado de tener edad de niño. Pero cuidado, porque todos los ingredientes que nos llegan desde los medios de comunicación de los EE.?UU. invitan al ajusticiamiento precoz de este reo icónico. La acusación, las referencias a imputaciones pasadas y semejantes, las imágenes de esa casa de nunca jamás, enfocada desde el cielo y atestada de coches policiales, los fotogramas del ídolo rodeado de niños... el producto está servido y se trata de que ahora los espectadores den rienda suelta al antropófago que llevan dentro: juicio popular, lapidación, insulto reiterado y un mito más enfangado en las miserias que se atribuyen a algunos de los que triunfan. Los que no triunfan pueden respirar tranquilos: ya han guillotinado a otro mito. Pero quizá los periodistas tendríamos que hacer un esfuerzo para no ajusticiar de saque al famoso de turno. Parece evidente que Michael Jackson sufre algún tipo de desequilibrio que le lleva, por ejemplo, a estar a punto de perder el equilibrio cuando exhibe a su hijo al vacío, con la cabeza tapada con una toalla, por fuera del balcón de su habitación en un hotel de Berlín. No conozco a ningún padre capaz de hacer semejante barbaridad; al contrario, conozco una legión de padres y madres que se ponen histéricos en cuanto sus hijos se acercan a un ventanal, aunque vivan en un entresuelo. No son pocos los que han llegado a clausurar sus ventanas para evitar sustos. De manera que ese gesto de Jackson de exhibir a su hijo pataleando por fuera del balcón refleja un desequilibrio constatable. Pero, de momento, ese es el único hecho concreto del que tenemos evidencia. Grave, pero único. Lo demás, lo que supuestamente haya hecho o no con otros niños, más crecidos, entra dentro del terreno de la acusación judicial y de la automática presunción de inocencia que todo el mundo merece. Como digo, todos los ingredientes se nos presentan del tal forma que parece que no nos queda más remedio que condenar al reo con el regocijo añadido, para algunos, de hundir de paso a un triunfador excéntrico. Pero Michael Jackson tiene derecho a la presunción de inocencia, como cualquier ciudadano; tiene derecho a defenderse y tiene derecho a que se le condene o se le absuelva el mismo día que lo haga la justicia americana, y no con un año de antelación. Uno ve a Michael Jackson con las manos esposadas por detrás, o en la foto policial, que, como todo el mundo sabe, no es la más favorecedora que le pueden hacer a uno, y siente nostalgia de la imagen de aquel negrito de cara redonda y pelo a lo Angela Davis que en los setenta simbolizaba la lucha de los negros por su equiparación con los blancos. Jackson es un excelente cantante, un showman de primer nivel, protagoniza alguno de los mejores videoclips de la historia del pop mundial, ha hecho grandes canciones, se ha aupado como un símbolo, como un icono reconocible en todo el mundo. Posiblemente paga algunas consecuencias por haberse sublevado contra la tiranía de su compañía de discos, o ha entrado en barrena por razones que sólo él sabrá, y que no sé si puede. Pero, mientras no se demuestre, con sentencia, lo contrario, no es culpable de un delito especialmente repugnante. Es inocente hasta que sea condenado. De momento, debe prevalecer la presunción de inocencia y tiene que ser tratado sin el ajusticiamiento previo que tanto gusta a tanta gente. El Santo Oficio de la Inquisición fue un atropello del pasado, pero a veces parece que encarnaba los sentimientos de demasiada gente terriblemente presentes, de gente que se tiene a sí misma por piadosa. No engordemos sus atropellos.