El 11-S chileno

OPINIÓN

11 sep 2003 . Actualizado a las 07:00 h.

LA SANGRIENTA polvareda en que un atentado terrorista convirtió las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 ha desalojado de las páginas de los periódicos otro cruento 11-S del que ayer se cumplieron treinta años: la muerte de Salvador Allende, atacado y bombardeado por el general Augusto Pinochet en la sede de gobierno, el Palacio de la Moneda, con la defección de la derecha chilena y la anuencia de Estados Unidos. Era el 11 de septiembre de 1973. Salvador Allende se dirigió a los ciudadanos chilenos por última vez por medio de Radio Magallanes y, con pasmosa calma, les aseguró que su recuerdo sería «el de un hombre digno que fue leal», que «el pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco debe humillarse», y que otros hombres superarían «este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse». Después se despidió con una serenidad clarividente: «Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición». Los plazos de la Historia a veces se demoran, pero acaban por cumplirse. Los chilenos, treinta años después de aquella atrocidad, viven en democracia y se atreven a enjuiciar su pasado, recuperando valores parlamentarios que anidaron en el país y que perduran desde hace casi dos siglos. Ahora sólo queda que los ciudadanos de hoy, como ha escrito magistralmente el Premio Nobel portugués José Saramago, «cumplan el más elemental deber de quien está vivo: conservar y revivificar en la acción la memoria de quienes perdieron la vida porque creían en la única patria que nos debe merecer respeto. La de la honra y de la dignidad». En este camino está el nuevo Chile. Y así se recordó ayer en los numerosos actos que conmemoraron el treinta aniversario del sangriento golpe de Estado que abrió un triste paréntesis en la encomiable trayectoria democrática de este país. Ayer Allende triunfó. Y su certeza de que su muerte no sería en vano se convirtió en una evidencia.