Hazañas bélicas

| XERARDO ESTÉVEZ |

OPINIÓN

CIUDADES Y CIUDADANOS

22 mar 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

LA GUERRA no es un asunto exclusivo de la historia, de estrategia militar, de la política o de la pugna entre naciones. La guerra de nuestros días es algo que nos atañe a todos, especialmente a aquellos que la promueven pero, más que a nadie, a quienes la padecen. La guerra destruye las ciudades y su patrimonio, su historia y sus tradiciones, las esquinas de sus calles y sus edificios y, sobre todo, destruye vidas humanas. Todo ello se designa eufemísticamente como «daños colaterales». Al sedicente ataque preventivo de los Estados Unidos, secundado por los gobiernos -no por los ciudadanos- del Reino Unido y España como corifeos, le falta justificación y legalidad y, por lo tanto, credibilidad. Entenderlo así no es una cuestión de expertos ni exige una especial preparación. Es más sencillo: en nuestro planeta mundializado se ha generado una especie de sentido común global que, más allá de la ideología, nos lleva a formular una serie de preguntas: ¿por qué no se ha podido esperar dos o tres meses para conseguir el desarme y evitar la destrucción en curso? ¿No estaba ya decidida la guerra desde antes, con o sin desarme, por intereses económicos en torno al petróleo? ¿Cuántas resoluciones de la ONU, de igual o mayor importancia, siguen siendo incumplidas por otros países? ¿Es realmente comparable la Alemania de Hitler con el Iraq de Sadam Huseín? El dictador, que lo es desde hace muchos años, ¿no fue, pese a ello, sostenido con acuerdos comerciales que le permitieron abastecerse de armas de todo tipo?Si el 11-S todos fuimos norteamericanos, hoy todos nos sentimos pueblo iraquí. El inapreciable legado de esas tierras ha sido expoliado durante siglos, y especialmente en el caos subsiguiente a la guerra del Golfo. Quizá el Reino Unido se apiade y tras estas nuevas hazañas bélicas se decida a devolver a Irak algunos de los tesoros arqueológicos que exhibe el Museo Británico, para compensar los efectos de esta inicua acción militar sobre los yacimientos arqueológicos y los museos. Una parte considerable del patrimonio inmobiliario resultará destruida, y su reconstrucción será confiada a empresas que, frotándose las manos, negocian ya su cartera de pedidos. El resultado será un pastiche, con la pretensión de que todo recupere su aspecto anterior y la cáscara de la arquitectura oculte el paisaje humano de familias destrozadas, con una democracia en régimen de protectorado, ante la que ya empiezan a alzarse voces de alarma. Igual pastiche del que hizo gala el dictador Sadam cuando, en su afectada opulencia, recurría a la arquitectura grandilocuente para manifestar su potestas entre la doméstica miseria de sus ciudadanos.La antigua Mesopotamia alberga las esencias de las primeras civilizaciones. El Tigris y el Éufrates rodeaban el paraíso terrenal, y allí Hammurabi recibió del dios Shamas el código de las leyes y adoptó el título de rey de justicia para destruir al malvado y el perverso. Cuatro mil años después vuelven a resonar sus ecos en el discurso de los ejes del mal y del bien, el de aquellos que traspasan la estricta legalidad y rompen el consenso internacional con el recurso verbal a los «valores» de la paz y el futuro de nuestros hijos, a los «principios» de la democracia, la justicia y la libertad, al nombre de Dios, para justificar la acción armada. Ante tal confusión deliberada, lo que realmente importa es la inmoralidad de una guerra que se habría podido evitar.