Este principio de la física tiene su aplicación a lo que sucede con Israel y Palestina en un conflicto que amenaza no tener fin. Más de medio siglo de guerras y atentados inútiles, sin haber conseguido los objetivos por ninguna de las dos partes, demuestra que ambos utilizan estrategias equivocadas. Una y otra vez, cuando en medio de tanta violencia brota un destello de esperanza, surge la acción brutal destructora que provoca la reacción de la venganza justiciera. Así no se puede ganar ninguna guerra, por mucha potencia militar que despliegue uno de los dos bandos. Esto se demostró en Vietnam con los norteamericanos y también en Afganistán con la expulsión del ejército soviético. Las guerras tienen sus límites y hoy, las naciones democráticas como Israel o Estados Unidos necesitan más que nunca que los gobernantes cuenten con el apoyo de la opinión pública para tomar ciertas decisiones. La guerra palestino-israelí es lo que se llama un conflicto asimétrico característico del tiempo en que vivimos. El poderoso contra el débil, el ganador contra el perdedor, David contra Goliat. Pero la opinión pública tiende a ponerse de parte del más débil para equilibrar la lucha. Por eso el que resiste tiene ventaja, con el factor tiempo a su favor. En un conflicto como éste, donde se produce el sufrimiento de la población civil, de uno y otro lado, no hay más salida que la intervención internacional. Eso es lo que busca Arafat y eso es lo que precisamente no quiere Sharon, que aplica la fuerza para doblegar al contrario, mientras que el palestino resiste el castigo para conseguir la internacionalización del conflicto. De esta forma la intervención exterior le dará lo que no puede conseguir por la fuerza, recuperar sus territorios. Israel tendrá que cumplir las resoluciones de la ONU, lo mismo que se hizo en Irak, en Bosnia y en Kosovo. Así, la intervención de la comunidad internacional resulta inevitable.