EL ESPÍRITU DEL PAZO TRAICIONADO

La Voz

OPINIÓN

ANDRÉS PRECEDO LEDO

26 mar 2002 . Actualizado a las 06:00 h.

Era una mañana de domingo. Una mañana de anticiclón invernal, de aire transparente, de formas nítidas en el horizonte, de una vegetación que anticipaba una primavera de brotes tan jóvenes como retozones. En este contorno, una caprichosa construcción de Gaudí, mostraba los tonos satinados y esmaltados de su recubrimiento cerámico que refractaban los generosos rayos de sol. Allá en lontananza, un mar profundo desenvuelto en largas hiladas de espuma. Dentro del edificio gaudiniano, un restaurante ¿íntimo, romántico, bellísimo¿ ofrecía a su internacional clientela una atención y una gastronomía que conectaba con el espíritu y la obra de Gaudí. Cada plato parecía un motivo decorativo del genio modernista. La obligada conversación con un educado y servicial ¿también culto¿ camarero nos descubría el secreto de la calidad: el respeto al autor del edificio, a su espíritu, y el amor que ponían en la cocina. Hoy, el cielo estaba nublado, la luz tenue y entrecortada por las nubes; un aire de húmeda opacidad; la vegetación perezosa, envuelta sobre sí misma. El mar también estallaba en difuminados golpes; pero todo era gris. Cerca un gran pazo, un compendio de la poderosa arquitectura pacega. En su interior, también había un restaurante. Pero hasta aquí llega la comparación. Sólo hasta aquí. Al entrar, la mirada indagadora ¿como la de un juez desconfiado¿ fue descubriendo los cubos en los que se vierten los residuos de la cocina, una televisión vociferante sobre la puerta de entrada ¿enfrente, un piano callaba¿, letreros de plástico pegados sobre los sillares de granito, el anuncio de un piso en venta; una caja de cartón hacía de paragüero, un recipiente plástico envuelto en una ajada tela sostenía una planta de interior; el ruido de los cubiertos que la camarera limpiaba ¿como sabía¿ en la barra del bar; unos aseos desaseados, y ¿por fin¿ un décimo de lotería colgado por una pinza en la estantería del bar. El pazo guardaba en sus piedras la mansión de uno de los principales escritores, ensayistas y filósofos del siglo XX español (no diré su nombre para no identificarlo). Abrí un libro de tan destacado escritor; lo abrí en una página cualquiera; y en ella leí: «Estas mansiones hidalgas anuncian paz y moderado bienestar», y añadía unas líneas más abajo: «se comprende que deje un recuerdo enorme de sí mismo... lo grande no es su dimensión, sino la idea que estas casas tienen de sí mismas». Y en otro lugar afirmaba: «La verdad estriba en la correspondencia exacta entre el gesto y el espíritu, en la perfecta adecuación entre lo externo y lo íntimo». Como Goethe contaba ¿añadía nuestro autor¿ «nada hay dentro, nada hay fuera; lo que hay dentro, eso hay fuera». Yo cuento lo que veía por fuera, el interior no lo conozco. Pero en cualquier caso, ¿dónde el respeto al hombre egregio ¿arquitecto o escritor¿, dónde el amor a las pequeñas cosas, a las formas, a lo de fuera? El espíritu del pazo había sido traicionado. Pero el diagnóstico era extensivo a muchos otros pazos, casas rurales, restaurantes urbanos... ¡Cuán ausente está el respeto a la idea ¿a la idea de dignidad del pueblo también¿, el amor a las formas! Ese feísmo ¿como los otros¿ tiene su raíz en el interior. Respeto, amor, ¡qué magnífica fórmula para alcanzar un verdadero éxito profesional!. Lo otro ¿la moda, la apariencia, la imagen, lo snob¿ es una farsa. La farsa del hombre también había sido tema de aquella pluma que no cito, que no quiero citar.