BIENVENIDO, MR. STEINER

La Voz

OPINIÓN

CÉSAR ANTONIO MOLINA

27 ene 2001 . Actualizado a las 06:00 h.

Y en esto llegó Steiner. En medio del fragor de la lucha tribal que, desde hace décadas o quizás siglos, asola a la literatura española, vino a Madrid, al Círculo de Bellas Artes, el más grande crítico y ensayista de la literatura comparada. Sus restringidas declaraciones y la extensa conferencia que impartió ante un numerosísimo público, dejó en evidencia, entre otras muchas cosas, la permanente orfandad entre nosotros de una autoridad semejante: indiscutible y sabia, capaz de poner paz, orden y respeto en nuestro provinciano (no es una palabra mía, sino suya, deslizada en una jugosa charla privada) ámbito cultural. Quien haya leído al autor de Antigonas, podrá contabilizar que entre sus miles de páginas escritas, la presencia de la literatura española e hispanoamericana, las citas de autores, obras o tendencias de todos los siglos, apenas superan más de la docena de folios. Cervantes y nuestros clásicos son citados de pasada, a Borges le dedica un poco más de atención, y a Octavio Paz le muestra respeto. A ambos escritores los conoció y de ahí cierta cercanía personal. Durante su brillante y controvertida conferencia, espolvoreó algunos nombres españoles. De manera más convincente los del arquitecto Calatrava y el escultor Chillida; y de pasada a San Juan de la Cruz, Arrabal o Lorca a quien mencionó más sociológicamente que por su valía poética, al ejemplificar a través de unos versos suyos, la extensión del idioma español por América del Norte. A partir de aquí, nada más: escritores e intelectuales ingleses, franceses, alemanes, y numerosas referencias a sus orígenes judíos como si tratase de establecer una historia subterránea común. ¿Por qué nuestra creación no ha sabido llegar a este laboratorio científico? Steiner, en cuyos escritos se vanagloria de hablar varias lenguas (inglés, francés, alemán), no conoce la nuestra. En consecuencia quedamos fuera de su campo de acción; y como sabio, por lo tanto soberbio, no reconoce su vacío sino que lo cubre con la indiferencia. Pero Steiner no es culpable de no saber más, con esta mala conciencia debe haber vuelto a Londres, sino que nuestra cultura ha adolecido de personalidades que la interpretasen colocándola en duelo con las grandes tendencias y figuras de cada época. No es que no tengamos autores relevantes, sino que -al menos hasta hoy- carecemos de ensayistas a la altura de Bachelard, Blanchot, Heidegger, Gadamer... ¿Qué aportación hemos hecho nosotros? ¿Dónde está nuestra universidad, tan antigua y venerable? Nada más encontrarme, Steiner me dijo con su cruel ironía: «Espero que no se enteren mis colegas de la universidad», y luego hizo algunas otras precisiones por ahora inconfesables. En fin, valió la pena, después de persistir epistolarmente durante cuatro años, tener el difícil privilegio de compartir con él estos días.