Las cuarenta horas

Venancio Salcines
Venancio Salcines PROFESOR DE EF BUSINESS SCHOOL

MERCADOS

Staff | REUTERS

11 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El cabecero de esa cama lo hice yo. La primera revolución industrial eliminó esa frase del lenguaje común. En determinadas economías, las que abrazaron la industrialización, desapareció en la primera mitad del siglo XIX, en Galicia duró un siglo más. El artesano fue sustituido por el fabricante, donde una sección serraba y trabajaba la madera, otra la lijaba, una tercera la ensamblaba y una última la barnizaba. El cabecero ya no era obra de un artesano, sino de una corporación industrial ¿Y el precio? Toda la vida habían sido las horas asignadas por el maestro. Tanto tiempo tanto precio. Fue tan así que de esa conclusión se extrapoló una idea maestra, el valor de un bien depende de las horas de trabajo que lleva incorporadas. Karl Marx lo vio evidente, y a partir de ahí aplicó una contabilidad básica, si el cabecero equivale a cien horas de trabajo y solo se han aplicado sesenta entonces alguien, el dueño de la corporación, se ha quedado con cuarenta.

Las estructuras gremiales, en cierta manera, eran autosuficientes, las más poderosas protegían económicamente a las viudas, los huérfanos y aseguraban la carrera profesional de las nuevas generaciones. Estaban ellos, compactos en su unidad, y Dios. En el medio le dejaban un pequeño hueco al rey, esencialmente para que fuera garante de su seguridad física, jurídica y territorial. Su desaparición, empujada por el nacimiento de las corporaciones industriales, inundó las calles de viudas mendicantes, huérfanos esclavizados y frustración en decenas de miles de nuevos obreros, que comprobaban que la antigüedad no les blindaba laboralmente, había dejado de ser un grado. No implicaba un mayor conocimiento. Marx entendió que una buena parte de esos problemas se podían solucionar con esas 40 horas, con esa plusvalía de la que se había apropiado el empresario

Esta idea, más o menos refinada, redistribuir la plusvalía del empresario, subyace detrás de cientos de políticas populistas de izquierdas y, también, de algunas de derechas. Por ello, para muchos, el sector privado debe alejar sus manos de la educación, la sanidad, las infraestructuras, los servicios públicos…

¿Lógico? Ubíquese ahora mentalmente en su frutería ¿Cuáles son las piezas que elige? Aquellas que desea y, entre estas, las de mejor apariencia ¿Me equivoco? ¿Se ha preocupado por averiguar el esfuerzo que hay detrás? ¿Si son fruto de una agricultura heroica o de un fértil valle? En el mundo de la escasez, uno no elige, y el discurso marxista tiene un pase, pero una vez superado un mínimo de bienestar, elegimos y lo hacemos atendiendo a nuestras necesidades, que son cambiantes y aspiracionales. Este razonamiento, a finales del siglo XIX, se anclaba en las mejores aulas universitarias del mundo. El marxismo creía en un mundo en el que el valor de los bienes era objetivo y basado en sus costes y la escuela posterior, la neoclásica, argumentó que es subjetivo y depende de la apreciación de cada persona. La guerra fría nos demostró que las corporaciones industriales soviéticas caían, una detrás de otra, en la quiebra, mientras que las americanas, ágiles, frescas y dinámicas se apropiaban de los mercados mundiales.

Con todo, una buena parte de la izquierda se apropió de la aportación de Marx y sigue anclada en ella. Cambian el vocabulario, el contexto, adornan el relato y no dejan de demonizar al capital privado, olvidándose que este es más débil que el público, siempre abierto a nuevos refuerzos presupuestarios. El empresario o acierta o acierta y para ello solo debe obsesionarse con una cosa, satisfacer al usuario. Esta es la grandeza del capitalismo cuando se somete a alta competencia, que siempre gana la sociedad.