Laia Rico, de una depresión a los 14 a un diagnóstico de trastorno límite de la personalidad: «En vez de apoyarte, te regañan por estar durmiendo toda la tarde»

Laura Inés Miyara
Laura Miyara LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

Laia tiene trastorno límite de la personalidad (TLP).
Laia tiene trastorno límite de la personalidad (TLP).

La joven de 23 años convive aún hoy con secuelas de una adolescencia marcada por la patología mental, como las ideas suicidas

14 jun 2025 . Actualizado a las 12:06 h.

La depresión es una de las patologías de salud mental más frecuentes, con una prevalencia mayor en mujeres que en hombres. Afecta a cada vez más jóvenes y se calcula que la mitad de los pacientes no están diagnosticados. Es, también, un síntoma que en muchos casos está asociado a otros trastornos de salud mental. Así lo fue en el caso de Laia Rico, que debutó en su juventud con un cuadro depresivo y estuvo años en tratamiento hasta recibir, finalmente, otro diagnóstico, el de trastorno límite de la personalidad, conocido como TLP.

Hoy, con 23 años, está estudiando Psicología y ha alcanzado la estabilidad. Nos ha contado su historia en el marco del XXIII Seminario Lundbeck, «Alerta joven, ¿por qué están más deprimidos los jóvenes?», un evento que se llevó a cabo en la ciudad de Sitges. Con su testimonio, Laia espera arrojar luz sobre una realidad que, pese a los esfuerzos de concienciación, sigue estando, en gran medida, silenciada: los problemas de salud mental que muchos adolescentes están atravesando.

Primeros indicios

La primera vez que Laia manifestó síntomas de depresión fue a los 14 años. «Yo estaba en segundo de la ESO y empecé a sentirme mal en clase. Lo primero que recuerdo es sentirme diferente, una sensación de que no encajaba en ningún sitio. Además, siempre me ha costado hacer amigos. No tenía mi grupito ni una mejor amiga. Eso empezó a afectarme y ponerme cada vez más triste, sin ganas de ir a clase», cuenta.

Laia relata una sensación de falta total de energía que es típica del cuadro depresivo. Como explica la doctora Elisa Seijoo, responsable de Hospitalización Psiquiátrica Infanto-Juvenil en el Hospital Universitario Central de Asturias, «la adolescencia es un período de tránsito. Entra un niño y tiene que salir un adolescente. Todo se vive con muchísima intensidad, somos bombas de relojería en esa etapa y para muchas personas, es como si alguien les hubiera quitado las pilas».

Poco a poco, la situación fue a más. «Empecé a dormir mal, a comer mal, hasta que un día llegué a casa y le dije a mi madre que necesitaba ayuda y se puso a buscar un psicólogo», recuerda. Pero no fue la solución que ella esperaba. «Encontramos uno, pero hice unas pocas visitas y lo dejé, porque no tuvimos buen feeling», explica Laia. Así que continuó con su vida, con el esfuerzo que le suponía, cada vez más, levantarse de la cama.

Comenzó a tener ideas suicidas, pensamientos que conviven con ella aún a día de hoy. «No he tenido ningún intento, pero sí muchas ganas de hacerlo. Ahora mismo puedo decir que he aprendido a vivir con ello y que no sé si algún día va a desaparecer. Son pensamientos que tengo, no a diario pero semanalmente», cuenta, y explica que ha tenido que acudir a Urgencias para evitar hacerse daño en algunos de los peores momentos.

El peso del estigma

Atender a estos problemas no suele ser fácil para las familias. Muchas veces, es complicado para los padres comprender la situación. Ante sus ojos, solo hay un joven en apariencia saludable, que no se enfrenta a circunstancias externas notablemente adversas, y no llegan a ver cuál puede ser la raíz del problema. Esto genera frustración y dificulta el acceso a tratamientos tempranos, lo que puede agravar los síntomas.

Para Laia, esta dificultad a nivel familiar para aceptar la situación fue contraproducente a la hora de salir adelante. «Nadie lo entendía. En mi casa y en el colegio lo veían como si fuese pereza, como si yo realmente pudiera hacer algo para cambiarlo, cuando en ese momento no podía, porque estaba perdida. Y ese sentimiento de cansancio, de que me habían quitado las pilas, es un agotamiento tan profundo que te desanima», describe.

Aunque reconoce que su entorno hizo lo que pudo con los conocimientos que tenían, admite también que no recibió contención. «Recibía muchos comentarios de que espabilase, que parecía un fantasma. En vez de apoyarte, de estar allí, te regañan por estar durmiendo toda la tarde. Pero era lo único que yo podía hacer, porque tampoco entendía ni qué me pasaba, ni cómo gestionarlo», cuenta.

Es importante que los adultos entiendan que este tipo de comentarios no ayudan a los jóvenes. «Cuando un adolescente dice que está mal, no siempre es porque busque atención, y asumir eso es fundamental; a veces simplemente no tiene las palabras para explicar lo que le pasa, y necesita adultos que escuchen más allá del síntoma y no corran a medicar o a etiquetar», señala Seijoo en este sentido.

«Pasó el verano y al llegar al curso siguiente me hundí. Empecé a autolesionarme mucho. Al final, buscamos otro psicólogo con el que sí encajé y empecé a sentirme bien», recuerda la joven. Con todo, nunca dejó de ir a clases. Su depresión, según su terapeuta, era «altamente funcional». «Eso significaba que estaba fatal, pero que, no sé cómo, seguía manteniendo unas notas no excelentes, pero tampoco suspendía. Iba aprobando todo sin demasiado esfuerzo. Pero llegaba tarde, me dormía en clase, no salía nunca al patio y esas pocas amistades que tenía las dejé de lado», describe. En esta etapa, se pasaba muchas horas durmiendo. «Dejé de hacer extraescolares, pasaba las tardes en cama, tirada sin hacer nada», recuerda.

El peso del estigma en salud mental es un obstáculo importante a la hora de encontrar ayuda. En los entornos educativos, reconocer a tiempo los signos de una patología mental es crucial. Pero para eso hace falta conocerlos. «Había bastantes profesores que me miraban mal en vez de ayudarme, pensando que yo era muy dramática o que estaba loca. Lo pasé bastante mal en el cole. Seguía yendo, pero siempre pensando en irme a casa. Tenía muchísima ansiedad por ir al cole y la mayor parte del día lo pasaba allí, de ocho de la mañana a cinco de la tarde», lamenta Laia.

El ingreso que cambió todo

Tras la etapa escolar, parecía que todo lo malo había quedado atrás. Pero su paso por la universidad se vio interrumpido por su trastorno. Llegó un momento en el que no pudo más. «Tuve un ingreso bastante largo y allí me dieron otro diagnóstico, que es el que tengo actualmente, de trastorno límite de la personalidad. Empecé a hacer la terapia especializada para esto, estuve casi dos años sin poder estudiar y al final volví», cuenta.

El TLP se caracteriza por un patrón prolongado de inestabilidad emocional que lleva a las personas a realizar actos impulsivos o a mantener relaciones conflictivas con otras. Las causas del TLP se desconocen, si bien se cree que podría estar vinculado a factores genéticos, familiares y sociales.

La doctora Seijoo explica que un diagnóstico como el de TLP, al ser un trastorno de la personalidad, no se suele realizar hasta que el paciente cumpla los 18 años. Como señala la experta, la adolescencia es una etapa de grandes cambios para las personas. Durante esos años, es difícil diferenciar un estado de ánimo cambiante, irritable o apático, propio de la edad, de lo que es una patología. «Una cosa es tener un malestar emocional, algo que forma parte de la vida, y otra muy distinta es un trastorno mental; si cada tristeza se medicaliza o se convierte en diagnóstico, dejamos de enseñarles a tolerar la frustración y les robamos oportunidades de crecer», observa.

Hoy, Laia está cursando la carrera de Psicología. Su ilusión es poder ayudar a otras personas que estén atravesando situaciones similares a la suya. «A mí me ha ayudado mucho conocer a gente que esté pasando por lo mismo que yo, o que lo haya pasado, para saber que, ostras, que no soy tan rara, que no me está pasando algo que sea desconocido, que no tenga un tratamiento, y poder compartir experiencias y sentimientos para apoyarnos, para entendernos un poco más», asegura.

El rol de la psicoterapia

El tratamiento que recibió Laia fue crucial para superar los peores momentos de la depresión en su adolescencia. Relata que al principio estuvo meses sin ver resultados, sintiéndose, en sus palabra, «muy mal» pero que, con el tiempo, la terapia cognitivo-conductual, tratamiento estándar para un caso de depresión, comenzó a hacer efectos.

«Lo que el psicólogo me enseñó fueron básicamente herramientas, estrategias y habilidades para aplicar en momentos de mucho malestar. También hicimos una reestructuración cognitiva, que consiste en cuestionar todos esos pensamientos negativos que una tiene sobre sí misma, primero, detectándolos, para poder cambiarlos y mejorar esa baja autoestima», ilustra la joven. Más adelante, acudió también a un psiquiatra y recibió medicación, aunque asegura que la intervención más importante para su evolución fue la psicoterapia.

Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.