La mano de hierro de Alexánder Lukashenko, un nostálgico de Stalin y Lenin

Rosa Paíno
Rosa Paíno REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

Lukashenko, en el desfile del Día de la Victoria contra los nazis el pasado año
Lukashenko, en el desfile del Día de la Victoria contra los nazis el pasado año Vasily Fedosenko | Reuters

Su afán de perpetuarse en el poder le ha llevado a perseguir sin cuartel a los disidentes, con la inestimable ayuda del KGB

26 may 2021 . Actualizado a las 07:45 h.

«Voy muy rezagado respecto a Lenin y Stalin. Me queda mucho que andar para alcanzarles». Era la confesión del presidente Alexánder Lukashenko a la prensa rusa allá por el año 2012, cuando la Unión Europea había aprobado la extensión de sanciones a Bielorrusia ante la falta de avances en derechos humanos. El último dictador de Europa lleva con honra ser un nostálgico soviético. Al igual que Vladimir Putin, Lukashenko considera que la desaparición de la URSS fue la mayor tragedia del siglo XX.

Su gran sueño es estar en el mismo altar que los padres de la URSS. «Fueron nuestros líderes. Lenin creó un Estado y Stalin lo consolidó», señalaba por aquel año el presidente bielorruso, lamentando que los socios comunitarios no comprendiera el sentir, según él, del pueblo bielorruso. «Si siguen los mensajes de Occidente, seré recordado como peor que Stalin. [Dirán que] deambulaba por las calles, cazaba a la gente, me los comía, sobre todo a las mujeres. Me demonizarán igual que a Stalin y a Lenin», dijo.

Lukashenko impone su mano de hierro contra cualquier disidencia, con la inestimable ayuda del KGB (Bielorrusia es el único país de la ex-URSS donde la agencia de espionaje aún conserva su acrónimo). Un claro ejemplo es la implicación de cuatro agentes en el secuestro en pleno vuelo del periodista Román Protasévich. Solo así ha logrado mantenerse en el poder durante más de un cuarto de siglo, tras ser reelegido en seis ocasiones con porcentajes superiores al 70 % de los votos en comicios amañados —como ha certificado la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE)—.

En la última cita electoral, cuando el avance de la oposición puso en duda su continuidad, no dudó en sacar la maquinaria pesada. Los líderes de las multitudinarias manifestaciones prodemocracia de principios del 2020 que pedían su caída no han logrado acabar con él, tampoco las sanciones de EE.UU. y la UE.

Todos los dirigentes opositores huyeron del país o acabaron en prisión ante el embate de un dirigente despiadado y represivo. El bloguero y activista Serguéi Tijanovski fue arrestado dos días después de anunciar su intención de postularse para las elecciones presidenciales de agosto del 2020. Su mujer, Svetlana, lidera ahora la oposición desde el exilio.

Nunca renunciará al poder

Quienes le conocen aseguran que nunca renunciará al poder por propia voluntad. «La característica que más representa a Lukashenko es su inigualable y aberrante entusiasmo y obsesión por el poder», declaró el pasado año en una entrevista a Euronews Valerij Karbalevich, autor de un libro sobre el mandatario.

Lukashenko dejó su pueblo de Kopys (donde nació el 30 de agosto de 1954 y donde fue criado por su madre en plena Guerra Fría) para servir al Ejército rojo e iniciarse en el partido único como miembro de la organización juvenil comunista (Komsomol). Su genio político se forjó como presidente de una granja soviética o koljós, colectivos que hoy en día sobreviven en Bielorrusia, donde la tierra y el 80 % de las empresas siguen en manos del Estado.

Lo que no se le puede reprochar a Lukashenko es que sea un chaquetero. Desde sus primeros pasos en la política su carrera política se ha mantenido fiel al legado soviético. En 1990, fue elegido diputado en el Sóviet Supremo de Bielorrusia y un año después fue el único que votó en contra de la disolución de la URSS.

Su negativa no evitó la desintegración ni la declaración de independencia en 1991. Ante la nueva realidad política, Lukashenko esperó su oportunidad. Lo logró en 1994, al alzarse victorioso en las primeras elecciones presidenciales. Desde entonces no se ha apeado del poder. En una primera etapa fue percibido por los bielorrusos como un gran estadista, capaz de detener el colapso del país, con sus políticas propias del socialismo del siglo XX, financiando a industrias públicas y granjas colectivas, lo que impidió que oligarcas se hicieran con la riqueza nacional como en otras exrepúblicas soviéticas. El petróleo y el gas importados de Rusia a un precio irrisorio le permitían el dispendio.

Pero las estrecheces económica de Rusia dilapidaron con los años la estrecha relación entre Bielorrusia y su principal socio económico y militar, que llegaron incluso a buscar la unión entre los dos países. Las tensiones con Putin coincidieron con la normalización de las relaciones con Estados Unidos y la Unión Europea. Lukashenko había hecho votos en los últimos años por controlar sus instintos represores e incluso liberó a un buen número de presos políticos. Occidente, parecía dispuesto a darle una segunda oportunidad y de paso poner en dificultades al Kremlin.

La buena sintonía saltó por los aires con la dura represión contra la oposición democrática el pasado año. Lukashenko decidió volver a los métodos de su admirado Stalin.