Cinco meses de trampas y hostilidad

Cristina Porteiro
cristina porteiro BRUSELAS / CORRESPONSAL

INTERNACIONAL

© Hannibal Hanschke / Reuters

La relación de la Unión Europea con Alexis Tsipras ha quedado destruida por la desconfianza. Los acreedores insisten en que será imposible seguir negociando con él

05 jul 2015 . Actualizado a las 10:14 h.

El referendo de hoy es el último de los innumerables lances en forma de desafíos, acusaciones y zancadillas que han irrigado cinco largos meses de tortuosas negociaciones entre Atenas y sus acreedores internacionales para cerrar un programa de rescate que expiró el 30 de junio sin la posibilidad de desembolsar ni un solo euro. Puede ser también el episodio que ponga fin al Gobierno de Syriza si el sí se impone y Tsipras decide abandonar el barco.  

La guerra abierta entre el primer ministro griego y su equipo negociador con el Eurogrupo y  la troika dio el escopetazo de salida cuando Tsipras aseguró, nada más alcanzar el poder, que «Grecia no reconoce a la troika como interlocutor válido». Fue la primera bala que lanzó contra su socio más incómodo, el FMI, al que siempre ha querido fuera de cualquier acuerdo. El organismo exigió duros recortes en pensiones y prestaciones sociales, sacrosantas para Tsipras ya que son condición sine que non para cumplir su promesa de poner fin a las políticas de austeridad. Tras muchos tiras y aflojas, el 20 de febrero se llegó a un acuerdo para prorrogar el programa de rescate por cuatro meses a cambio de un paquete de reformas que ha sembrado la discordia desde entonces.

Aquellos todavía eran días de esperanza y de acercamiento. El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, reconocía que habían «pecado contra la dignidad del pueblo griego». Pero las ataduras de unos y otros derivaron pronto en un bucle de reuniones frustradas, mentiras y hostilidades diarias. La eurozona se vio incapaz de dar respuesta a las necesidades de Grecia, asfixiada por su enorme deuda, y se negó a hablar de reestructurarla. Las presiones de los Gobiernos de países rescatados, temerosos de un contagio, han estado detrás de ese rechazo. Las tensiones internas dentro de Syriza tampoco ayudaron. La facción más radical llevó a Tsipras varias veces contra las cuerdas amenazando con tumbar cualquier acuerdo si comportaba más dosis de austeridad.

La pugna se tradujo en un intercambio de ultimátums y reproches. Tras el Eurogrupo del 24 de abril en Riga, los ministros del euro abroncaron a Varufakis por obstaculizar el diálogo. Tsipras lo relevó de la primera línea de las negociaciones para tomar él mismo el mando al más alto nivel político, con varias cumbres que incluyeron a Angela Merkel y François Hollande. No tardó mucho en darse cuenta de que estaba en un callejón sin salida. A mediados de junio lanzó una ofensiva diplomática que, en realidad, no hizo honor a este adjetivo ya que acusó a sus socios de «poner de rodillas a los griegos», denunció «amenazas», «chantajes» y «humillaciones», y atribuyó al FMI una «responsabilidad criminal». Fue una dialéctica cortante que no excluyó varios devaneos con Putin en plena crisis diplomática de la UE con Rusia, que le ganaron el recelo frontal de los países bálticos. Tras dos semanas frenéticas de reuniones, llegó el golpe inesperado en forma de referendo. Un punto de difícil retorno para el Gobierno griego.

La firmeza de los acreedores y las poco ortodoxas maniobras negociadoras de Tsipras han puesto al líder de Syriza en una tesitura muy compleja. Puede capitular o dimitir. Si no opta por ninguna de estas opciones, sus socios forzarán la salida. Insisten en que la confianza está quebrada y que será imposible seguir negociando con él.

Eurozona y FMI ya no esconden sus diferencias

Las diferencias ideológicas están en la base de la disputa que han mantenido el Gobierno griego, sus acreedores y socios. Pero no es la única división que ha emergido durante estos cinco meses. La crisis griega ha puesto de relieve la distancia que separa al FMI de Bruselas y la eurozona. Una separación que obstaculizó las negociaciones en las que la troika ya no habla con una misma voz. Un Gobierno y dos interlocutores. Hasta el mes de junio, las instituciones no fueron capaces de llegar a un acuerdo para dar forma a su estrategia.

El FMI siempre ha querido hacer hincapié en las reformas encaminadas a recortar el gasto público. Su objetivo siempre ha sido que el Gobierno griego se ajuste el cinturón para garantizar la sostenibilidad de la deuda. En ese camino se toparon con un sistema de pensiones insostenible que han querido cercenar. Sin embargo, el organismo que dirige Lagarde nunca se ha negado a un alivio o reestructuración de la deuda, como solicita una y otra vez Tsipras. ¿Quién se opone? La eurozona.

«Pues que les perdone el FMI su dinero», comentaba hace tres meses una alta fuente diplomática en Bruselas. Ningún Gobierno de la UE quiere renunciar a sus préstamos y mucho menos Alemania o los socios que han hecho los deberes, como España, Portugal e Irlanda. Europa prefiere ser más flexible con las reformas y los ajustes, pero se niega a aceptar una condonación que puede traer consecuencias políticas para muchos líderes.

El divorcio está asegurado. La primera señal la envió el FMI el año pasado al reconocer que se había subestimado el impacto de la austeridad. Pero el último dardo llegó esta misma semana cuando puso en cuestión la estrategia negociadora europea al asegurar que la quita era necesaria e inevitable. Nadie garantiza en Bruselas que el FMI vaya a participar en un tercer rescate.

El demiurgo en la sombra

El BCE ha sido el motor que ha mantenido vivas las negociaciones, a pesar del deseo de su presidente, Mario Draghi, de mantenerse al margen. Al BCE se le atribuye independencia para tomar decisiones y en teoría no se aviene a vaivenes políticos pero cada vez que apretó el botón fue decisivo. Lo hizo en febrero al anunciar que ya no aceptaría deuda griega como garantía. Cerró el grifo de la financiación a Grecia, pero desde entonces ha ido insuflando poco a poco liquidez de emergencia a sus bancos (ELA). La maniobra debía forzar a Tsipras a cerrar un acuerdo mientras salvaba al sistema bancario de la bancarrota, pero el fracaso en las negociaciones le obligó a no inyectar más liquidez precipitando el corralito.