La muerte de Freddie Gray destapa la labor inconclusa de Martin Luther King
03 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.Horas antes de empezar el funeral, la multitud hacía cola en la puerta de la iglesia baptista de New Shiloh, a pocas manzanas de donde la policía le echó la zarpa a Freddie Gray dos semanas antes. Mientras todos los políticos de color, incluyendo un representante de Obama, ocupaban los bancos, los predicadores más fieros se apoderaban del púlpito con sermones que no levantaron al muerto, pero tampoco dejaron sentados a quienes tienen que vengarlo.
Freddie estaba tumbado en el ataúd abierto, vestido de domingo, con corbata y unas deportivas sin estrenar de un blanco inmaculado que contrastaban con su piel de azabache. Como si nunca se le hubiera roto la columna en esos 45 minutos a bordo del furgón policial que se convirtió en su tumba. «No era perfecto», admitió el reverendo Jamal Bryant, pero su delito fue simplemente encontrarse con la policía y mirarlos a los ojos.
En ese cruce de miradas, Freddie, que a los 25 años ya había pasado una docena de veces por la cárcel, entendió que se había condenado, «porque un negro no puede mirar a los ojos a la autoridad, eso es un desafío, se supone que debe bajar la mirada», explicó a gritos el reverendo. «Salió corriendo y un minuto después se detuvo», según el informe policial: «Decidió dejar de correr y romper la caja que encajona el futuro de todos los niños negros».
La caja no era el ataúd blanco que sus amigos habían depositado al pie del altar, sino las limitaciones económicas y sociales que condenan sus vidas desde que nacen. El 72 %, de una madre soltera, como la de Freddie, que además era analfabeta y heroinómana. «EE.UU. es un país extraño», continuó el reverendo bajando el tono. «Nos gusta mirar el qué, pero no preguntar el por qué. Es fácil para las noticias capturar a los jóvenes saqueando y lanzando piedras, pero no se van a preguntar por qué».
De hacerlo, les hubiera contestado el propio Martin Luther King, defensor de la no violencia, que entendió que «los disturbios son el lenguaje de los que nunca han sido oídos». No es una de las frases más conocidas del hombre que tuvo un sueño inconcluso, por mucho que haya un presidente negro en la Casa Blanca. Hay también una alcaldesa negra en Baltimore, un jefe de policía negro y hasta una fiscal general de ese color, pero King vaticinó que su sueño no se cumpliría hasta que los blancos aceptasen hacer los cambios sociales necesarios para combatir las injusticias.
Medio siglo después, en la iglesia baptista donde Freddie se convirtió en algo mucho más grande que su propia vida, el enorme cartel de «Black Lives Matter» proyectado en la pared lanzaba un mensaje sobrecogedor para los jóvenes de la calle que en breve se enfrentarían a pedradas con la policía e incendiarían la ciudad. «Estos chicos ya lo han entendido: sus vidas no importan», tradujo Van Jones, un activista de color que trabajó para la Casa Blanca de Obama como zar del empleo verde.
«Seamos francos, muchos de los que estamos aquí nunca conocimos a Freddie Gray», confesó el abogado de la familia, Billy Murphy. «Estamos aquí porque conocemos a muchos Freddie Gray. Demasiados». El reverendo que cerró el responso asintió con la cabeza. «Me hago viejo y estoy cansado de venir a funerales como este», confesó.
Ser pobre en Baltimore, peor que en Ibadan, Shanghái o Deli
Baltimore, la ciudad que alberga la prestigiosa Universidad John Hopkins, en la que han trabajado 36 premios Nobel, situada a 65 kilómetros de la Casa Blanca, en el segundo país más rico de Occidente por renta per cápita después de Luxemburgo. Si alguien hubiera sabido que la juventud de sus guetos tiene una visión más pesimista del futuro que quienes viven en los guetos de la capital nigeriana, no le habría sorprendido que la chispa de Freddie Gray incendiase la ciudad. Según su percepción, es peor ser pobre allí que en Ibadan, Shanghái o Nueva Deli y solo comparable a Johannesburgo. Vivir en la cara oscura del sueño americano solo empeora las cosas.
A Kristen Mmari, una profesora de la John Hopkins que ha codirigido varios estudios sobre la percepción y hábitos de los jóvenes en esta ciudad, los disturbios no la sorprendieron. «Más del 80 % de los entrevistados no confían en la policía, la Justicia ni en ningún tipo de Gobierno», explicó.
Cuando se les pedía que describiesen sus barrios hablaban de las ratas que se paseaban por las basuras, las casas abandonadas que sirven de guarida para drogadictos y las agujas que encuentran por el suelo. Mmari destaca que la percepción del ambiente que hace más pesimistas a los jóvenes de Baltimore que a los de cualquiera de las otras ciudades estudiadas, salvo Johannesburgo, se debe a la falta de una figura paterna que les sirva de modelo y a los actos de violencia de los que son testigos en su comunidad.
El 72 % han nacido de una madre soltera, con un padre en la cárcel, que tal vez ni los reconozca, y acaban siendo criados por un pariente o en casas adoptivas. «Cuando quieren buscar trabajo ni siquiera tienen una identificación que presentar, porque carecen hasta de certificado de nacimiento para sacársela», afirma.
Quince años menos de vida
La vida de Freddie puede leerse como el estereotipo de un afroamericano nacido en los guetos de una ciudad desindustrializada con un 65 % de negros, en la que los blancos del acaudalado barrio de Roland Park tienen 15 años más de esperanza de vida. Esa media la bajan especialmente los muertos en las aceras, víctimas de la violencia policial, callejera o de las drogas. Freddie creció en uno de esos pisos antiguos donde la pintura descascarillada le manchó de plomo los pulmones y afectó a su desarrollo cognitivo, lo que le daba seis veces más posibilidades de no acabar la escuela. A los 17 años uno de cada cuatro adolescentes de Sandtown-Winchester ya han pasado por la cárcel y Freddie era uno de ellos. Cuando murió, nadie recordaba haberle conocido un empleo.