A veces no solo la significación, sino también el significado de los hechos históricos no se comprende hasta después de pasado el tiempo. En su momento, cuando aquel 9 de noviembre de 1989 se abrieron los puntos fronterizos entre Berlín Este y Berlín Oeste, y las televisiones se llenaron de imágenes de espontáneos destruyendo el Muro con picos y martillos, la lectura universal de los hechos fue la del derrumbe del sistema comunista. Aunque esto era así en gran medida, lo cierto es que la URSS aún sobreviviría dos años más y el comunismo es todavía el sistema político con el que convive al menos un quinto de la humanidad.
Desde el punto de vista de hoy, las imágenes de aquel 9-N representaban otra cosa: la reunificación alemana, con la que hasta ese momento pocos habían contado. Visto con la perspectiva que da el tiempo, el momento clave de aquella noche se produjo cuando los que habían cruzado a Berlín Oeste tan solo por unas horas cambiaron el eslogan que había dominado las manifestaciones contra el régimen de la RDA. Del grito de Wir sind das Volk (Nosotros somos el pueblo) se pasó a Wir sind ein Volk (Nosotros somos un pueblo). Solo cambiaba una palabra, pero esa ligera modificación acabaría transformando Europa.
Dos semanas después, y para estupor de muchos de sus aliados europeos, a los que tuvo buen cuidado de no consultar antes de dar el paso, el canciller Helmut Kohl anunciaba su intención de iniciar los trámites necesarios para la reunificación del país. Hoy se hace difícil recordar que Alemania era entonces un país bajo ocupación extranjera no solo en su parte Este. También había tropas norteamericanas, británicas, francesas e incluso belgas y luxemburguesas dentro de sus fronteras. La reunificación supuso también el fin de todo eso. Terminaba la guerra fría y a la vez también se cerraba el último capítulo de la Segunda Guerra Mundial, en realidad su epílogo. Nacía una nueva Alemania, llamada a ser la protagonista de Europa. Nacía también, inevitablemente, una nueva Europa.